EL PAíS • SUBNOTA
› Por Sergio Wischñevsky *
El affaire de los historiadores se desencadenó a partir del decreto que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner promulgó el 17 de noviembre, mediante el cual creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego con el objetivo de preservar y difundir esta particular visión de la historia. La conducción del mismo recayó en Pacho O’Donnell y se nombraron 33 miembros de número que trabajaran ad honorem. No es la primera vez que el Estado nacional avala la creación de un instituto histórico, los hay de diverso color y pelaje, pero sí es inédita la reacción que provocó entre algunos popes de los llamados historiadores profesionales.
Un petitorio que hicieron circular advirtió: “El Poder Ejecutivo de turno tiene el derecho de presentar su propia visión del pasado del país, pero crear una institución estatal cuyo objeto es imponer una forma perimida de hacer historia y una visión maniquea de ese pasado constituye un hecho grave que, sin duda, conspira contra el desarrollo científico y la circulación de diversas perspectivas historiográficas, a la vez que avanza hacia la imposición del pensamiento único, una verdadera historia oficial”. Luis Alberto Romero, por su parte, azuzó el sentimiento apocalíptico y lanzó la frase: “Por ahora son sólo palabras pero en cualquier momento se transforman en hechos”. Beatriz Sarlo, no se la iba a perder, habló de “peligro” y con un desdén muy poco republicano calificó al revisionismo de “una especie de fósil que vive en el paraíso de los best-sellers”. Tal vez sin advertir que la popularidad de los libros revisionistas, más allá de su calidad, desmiente que sean fósiles y en todo caso señalan claramente que los ámbitos académicos están muy lejos de dar cabida a todas las corrientes historiográficas. Susana Giménez diría ¿dinosaurios vivos?
Resulta llamativa la reacción entre otras cosas porque el Estado que se fustiga como tendiente al pensamiento único es el mismo que ha aumentado significativamente el presupuesto del Conicet y su cantidad de becarios dedicados a la historia, el Canal Encuentro, también dependiente del Estado nacional tiene a los historiadores provenientes del mundo académico como invitados o protagonistas permanentes en sus documentales y programas; y hasta en las netbooks que llegaron a millones de chicos en toda la Argentina los contenidos de historia que se aplican citan privilegiadamente a historiadores como Halperin Donghi y al propio Romero entre otros.
La supuesta cientificidad que se autoasigna el discurso historiográfico que se abrió paso desde 1984 y hoy es hegemónico, aunque no exclusivo, en las universidades nacionales y en el Conicet, es una vieja coartada para ocultar posturas políticas y juegos de poder interno. Es esconderse detrás de la ciencia para negarle derecho a la existencia a discursos opuestos. La abrumadora mayoría de los textos escolares que se producen para el ámbito educativo abrevan en historiadores de esta procedencia. Pero el paradigma cientificista reniega del debate y, cuando ataca, acude a la descalificación. Si el especialista habla, los profanos escuchan.
Pacho y los 33 tienen derecho a tener un instituto. Las críticas más justas que se les puede hacer son, sin duda: la falta de actualización, la simplificación de los hechos en pos de relatos en los que los protagonistas aparecen homogéneos y sin claroscuros; la insistencia en un nacionalismo esencialista, que el historiador Norberto Galasso ha llamado de derecha en algunos casos; una escasa estima por el ajuste teórico de los supuestos en los que se basan. En muchos de sus escritos se ignora la investigación historiográfica de los últimos 30 años. Pero no todos los que integran el Instituto piensan igual ni germinan de las mismas fuentes. Sin embargo, es justo reconocer que desde estas lides se ha producido el aporte más significativo para que la historia deje de ser un coto para iniciados, manejaron exitosamente la divulgación histórica y abrieron el camino para que desde los medios de comunicación la demanda de historiadores abarque también a los historiadores académicos. En lugar de pretender borrarlos de la faz de la Tierra, como ya se hizo en las universidades, o confinarlos al sitial de la ficción operística, se debería celebrar que pretendan impulsar la investigación y hasta sería una muestra de civilidad democrática intentar generar puentes e intercambios.
Por más paradójico que parezca, se está más cerca del pensamiento único en nuestro universo académico, que en el resto de la sociedad argentina hoy más polemista que nunca. Desde hace varios años se ha venido fomentando la necesidad de bajar a los próceres de los pedestales. Ahora hay que hacer lo mismo con los historiadores. Al fin de cuentas, más allá de los popes, muchos se negaron a firmar el petitorio. Si pudiéramos escuchar las razones y argumentos de cada uno, sin tanta estridencia chillona, será para alquilar balcones si empieza un buen debate.
* Historiador UBA.
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