EL PAíS • SUBNOTA › ROBERTO FOLLARI *
› Por Roberto Follari *
Es cierto, nos gustaría –como alguien ya ha señalado– haber visto a estos impolutos académicos enrolados en luchas de mayor importancia: contra la invasión de Afganistán, contra el ajuste en Grecia, contra los desalojos en Santiago del Estero. Ellos, en cambio, tienen intereses más acotados: el propio campo académico, la legitimidad de la propia escritura.
Así, la fundación del Instituto Dorrego desde el gobierno nacional les ha parecido digna de extrema atención. Alguien ha alertado sobre el supuesto tinte “totalitario” de esa decisión, mostrando una mirada preocupada por cuestiones modestas a la hora de pensar el destino global de la Nación. No es en este punto donde cabría pensar las principales cuestiones sobre este país en sus últimos años: quizá sea más importante la estadística de la Cepal que indica que Argentina es el país latinoamericano que más rebajó los niveles de pobreza en los últimos diez años. O la comprobación de qué cosas se dicen en una prensa que se ha autoadjudicado el lugar de oposición y que puede adjetivar insultantemente los nombres de las máximas autoridades democráticas de la Nación todos los días. Se trata de furiosos ataques antigubernamentales que, ciertamente, jamás podrían ocurrir en una condición de poder totalitario; más bien muestran que estamos en sus antípodas.
No soy historiador; sí me dedico a la epistemología, y me sorprende la ingenuidad epistémica que ronda algunos puntos del debate. Los enormes problemas de una disciplina como la historia (a la que, por ejemplo, Hayden White discute su rango de cientificidad) son arreglados con encendidos y abstractos llamados a la “rigurosidad”, la “objetividad”, la “ciencia”. Así, la advertencia de White, que muestra que los nexos lógicos entre los hechos del pasado no son deducibles de los hechos mismos, lo lleva a decir que la “history” es comprable con una “story” (cuento): nada que ver con la pretensión de que la historia pueda eliminar por completo aspectos subjetivos; no hay rigor alguno que pueda superar esa condición de plena objetividad imposible.
Peor aún: nada se suele decir por quienes cuestionan al nuevo instituto sobre la cuestión de la ideología. ¿Creerá alguien que existe una ciencia social –si damos ese estatuto a la escritura sobre la historia– que sea independiente de las ideologías? ¿Hay historia avalorativa, aideológica?
Por una parte, no hay peor ideología que la que domina a aquellos que creen que no portan ideología. Son los que confunden su propia ideología con los hechos mismos: allí la ideología funciona a pleno, pues ha logrado disfrazarse como descripción objetiva de lo real. En consecuencia, la oposición entre “historia rigurosa” e “historia con toma de posición” es en realidad la que opone a quienes son –o se fingen– ignorantes de su propia ideología, y la de los que asumen la propia y tienen la honestidad de hacerla explícita. Este último es el caso de los revisionistas y del Instituto que en este caso se ha fundado. En cambio, los supuestamente neutrales pretenden escribir desde vaya a saberse qué nicho de ahistoricidad extracorpórea, un inexistente sitial carente de toma de posición.
Creíamos que estas ingenuidades eran propias sólo de periodistas desprevenidos (los que oponen su sacrosanto “periodismo independiente” al denominado “periodismo militante”), pero ahora vemos que en los más altos niveles de la planta intelectual del Conicet y de las universidades se repite el mito de la Inmaculada Percepción, quizá fruto de la despolitización que desde la dictadura se nos impuso.
Ligado a lo antedicho está el hecho más aceptado, pero ocultado en esta polémica, de que toda aproximación a los datos históricos está teóricamente mediada. Es decir, la ubicación de los datos depende de una problemática conceptual previamente establecida, tal cual desde Bachelard a Kuhn ha quedado por demás claro en quienes estudian las ciencias. De tal manera, ser serio es tomar partido teórico; jamás lo es la simple apelación a los datos o a “la objetividad”. Los serios son los que pueden decir desde dónde hablan; no los que hablan desde la cómoda generalidad de la apelación a “la ciencia” o “la objetividad”.
En fin, cabe agregar que quienes cuestionan al naciente Instituto lo hacen desde una pretendida defensa del pluralismo y la libertad de palabra. Enorme contradicción performativa (es decir, contradicción entre lo que se dice y lo que se hace al decirlo), el nuevo Instituto no es un impedimento a lo que hacen otros historiadores. Estos seguirán escribiendo, estudiando, publicando; de hecho, han dispuesto de los periódicos de mayor tirada nacional para explayarse en contra de la iniciativa gubernamental. Todas las escuelas historiográficas permanecerán con las mismas posibilidades de actividad que han tenido hasta ahora, nada les quitará la presencia o protagonismo que sepan ganarse.
De tal modo, en nombre del pluralismo estos historiadores van contra él. Quieren hablar sólo ellos, quieren acallar a la posición diversa expresada en el nuevo Instituto. Por cierto que el revisionismo histórico tiene todo el derecho a existir, como lo tienen los historiadores liberales y todos aquellos historiadores que se niegan a asumir desde dónde hablan y que se dicen impolutamente “historiadores científicos”.
Este gobierno mucho ha hecho por aumentar el número de becarios y de investigadores en estos últimos años; muy al contrario de lo que ocurría cuando gobernaban aquellos que son extrañados por sus detractores. Difícilmente se pueda adscribirle silenciar voces científicas: al aumentar el número de las voces se han plurificado de hecho posiciones, posibilidades de emisión, espacios de debate y escritura.
Por todo lo dicho, podemos afirmar que una voz efectivamente seria en este debate fue la de Galasso. Desde el marxismo, él se muestra en disidencia con el revisionismo, y por eso decidió no formar parte del nuevo Instituto. Lo destacable es que Galasso se hace cargo de su posición, la pone a debate y no discute que el instituto tenga derecho a existir; simplemente, señala que ese lugar no es el suyo. Ojalá en este debate se hubieran escuchado más voces sensatas como la suya, y no un coro de indignaciones notoriamente ideológicas que no son capaces de asumirse como tales.
* Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo.
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