EL PAíS • SUBNOTA
› Por Eduardo Lucita *
A fines de 2001 acontecimientos tan extraordinarios como inéditos se desarrollaron en nuestro país; aunque el epicentro fue la Capital, todo el territorio resultó conmocionado. El poder instituido parecía derrumbarse y un nuevo poder instituyente mostraba signos de alumbrar. Un graffiti pintado en paredes de Buenos Aires, “Que venga lo que nunca ha sido”, resulta hoy más que emblemático de lo vivido en aquellos días. Se trató de una de esas excepcionalidades que nos da la historia, esos momentos en que “lo extraordinario se vuelve cotidiano”, cuando los hechos se suceden en forma vertiginosa, expresando un ideario de transformaciones profundas, aun cuando los protagonistas no necesariamente son conscientes de los hechos que protagonizan.
Diez años después, el ciclo iniciado en 2001 se ha cerrado. Si dialécticamente reformulaba la ecuación ruptura con/reintegración en el sistema de dominación, es claro que triunfó este último término.
En aquellos días. Una crisis tan profunda como extendida en el tiempo –de 1998 al 2002 el PBI cayó un 19 por ciento y la inversión se desplomó un 60 por ciento, la desocupación y la pobreza crecieron exponencialmente– fue el desencadenante de una dinámica social desconocida hasta entonces que encontró sus razones en el hartazgo por el agobio económico y la desconfianza en los partidos e instituciones del régimen.
Argentina se transformó entonces en un verdadero laboratorio de experiencias sociales: movimientos de desocupados y emprendimientos productivos, asambleas populares que recuperaban espacios públicos y empresas recuperadas por la gestión obrera mostraron así madurez para tomar la resolución de los problemas en manos propias y la autoorganización/autogestión como formas concretas de agruparse y tomar decisiones. Así, la acción directa e independiente de las masas mostró formas de la democracia directa y afirmó el ejercicio de la soberanía popular rompiendo con las prácticas delegativas. Se avanzó con conocimiento de lo que no se quería, de lo que se rechazaba e impugnaba, pero sin la conciencia de lo que se quería. La maduración colectiva sacó conclusiones, encontró las formas y logró imponer la revocabilidad del mandato presidencial, pero esta conclusión resultó inconclusa. No alcanzó para definir un objetivo superador ni construir los medios para imponerlo (su propio mandato).
Reconstitución del régimen. Como es conocido, la política no soporta el vacío. Ante la ausencia de alternativas políticas concretas la burguesía, que no había perdido su condición de clase dominante pero sí la de clase dirigente, logró reponer la autoridad del Estado y el funcionamiento de sus instituciones. Los asesinatos de Kosteki y Santillán agudizaron la crisis y obligaron a adelantar el llamado a elecciones reponiendo las condiciones del régimen de la democracia delegativa. El kirchnerismo es resultado directo de aquella situación.
La suspensión unilateral de los pagos de una porción significativa de la deuda y la macrodevaluación posterior favorecieron la recomposición de la tasa de ganancia de los capitalistas. Se sentaron así las bases para relanzar la economía y hacer posible que esa ganancia fuera realizable. En paralelo, la modificación favorable de los términos del intercambio en el mercado mundial completó el cuadro para iniciar un ciclo expansivo que alcanza ahora a un inédito período de ocho años de crecimiento. Los niveles salariales y ocupacionales se han recuperado, pero todavía cerca de 10 millones de personas están sumergidas en la pobreza; 1,3 millón de trabajadores están desocupados y el empleo no registrado alcanza a otros 3,8 millones. La precarización, la fragmentación y las desigualdades sociales se mantienen. El movimiento obrero se ha reconstituido físicamente y se verifica un fuerte recambio generacional en su interior, en tanto que los movimientos de desocupados han retrocedido. El conflicto social se ubica ahora preferentemente en las fábricas y lugares de trabajo, aunque lo territorial mantiene su presencia y se ha ampliado con los movimientos ciudadanos en defensa del agua, de la soberanía alimentaria, contra la minería a cielo abierto, por las cuestiones de género o de los pueblos originarios...
Un legado histórico. Atrás han quedado los debates sobre el carácter de la crisis; si se trató de una insurrección o una revuelta plebeya; la relación entre espontaneidad y conciencia en una situación concreta, o aquella ilusoria –muy afín a autonomistas o neoanarquistas de distinta estirpe– de construir una economía no capitalista al interior de la capitalista. Sin embargo, el contenido democrático real, sus formas de autoorganización y autogestión persisten hoy en la memoria social colectiva. Los métodos de lucha recogen aquellas experiencias en las huelgas y piquetes actuales.
Desde entonces lo político ya no es entendido como un terreno circunscripto a las instituciones tradicionales, sino que su abordaje forma parte de los problemas de la cotidianidad, de la vida íntima de los sujetos. Espacios que eran vistos como exclusivamente privados movilizan hoy intereses y preocupaciones colectivas.
Los avances en materia de derechos humanos, la renovación de la Corte Suprema, la ley de medios, el matrimonio igualitario, la ley de defensa de género, el incipiente debate sobre el aborto... todos avances democratizadores, no son explicables sin referenciarse en aquellas jornadas. De aquellos extraordinarios momentos nos queda un legado histórico: nada ni nadie, ni los Estados, ni las iglesias, ni las cúpulas sindicales o los partidos pueden reemplazar la capacidad de pensar, decidir y hacer de los trabajadores y el conjunto de las clases subalternas, por su propia decisión y acción. Una década después, el desafío es recoger ese legado, llevarlo a la práctica cotidiana y pensar la realidad no desde cada uno de los fragmentos que ésta nos ofrece, sino desde la totalidad y organizarse políticamente en esa perspectiva.
* Miembro del colectivo Economistas de Izquierda; integró la Asamblea de Chacarita-Colegiales-Villa Ortúzar.
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