EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Amílcar Salas Oroño *
1 En Marx, las imágenes juegan un rol decisivo: permiten al lector figurarse mejor las dimensiones, los espacios y el tiempo del drama contenido en el conflicto entre las clases. Son recursos casi literarios, líricos, al servicio del análisis de las contradicciones y los antagonismos del capitalismo. Muchas veces ese juego de imágenes y palabras es intermitente: a veces quieren decir una cosa y a veces otra; son como murciélagos: según la sombra, pueden ser pájaros o ratones. Pero esa insistencia de Marx por cargar con símbolos y metáforas variadas a su ciencia viene de su propia percepción de que la realidad misma es un conjunto de signos. Los signos de la calle. La lucha de clases se reorganiza, también, por lo que es puesto por los planos de la supraestructura política e ideológica y las palabras de la calle, por cómo los imaginarios sociales ordenan las acciones cotidianas, desde las domésticas hasta las más trascendentes.
2. La pertenencia a una clase social, un estamento, un determinado grupo, no es una delimitación milimétrica, formal y estática, sino más bien dinámica, variable; los contornos de las clases son móviles. El nudo de nuestra encrucijada colectiva de hace una década fue que el neoliberalismo había llevado las cosas a tal punto que nadie –que no fuera de las elites o los sectores dominantes– sabía muy bien dónde estaba parado; por todos lados, incertidumbre. Las identidades de clase se tornaron difusas –unas más que otras– o bien se degradaban en distinta intensidad, al compás de un enorme mural en el que la pobreza devolvía pequeños fragmentos desoladores desde diferentes regiones del país. Desde mediados de los ’90 todo fue una secuencia de relatos dolorosos, donde la niñez se transformaba en sinónimo de pobre, la “portación de rostro” en el sustantivo juvenil y la vergüenza económica del padre en un hogar desangelado. De Tartagal a Neuquén, de San Justo a Rosario, las noticias de la calle traían mayoritariamente decepciones personales, progresos imposibles.
3. En ese contexto, la lucha de clases no se estructuró en un antagonismo de un bloque frente a otro, con canales de negociación; fue todo más desordenado, confuso. Aparecieron, sí, prácticas de clase (subalterna). Hubo prácticas de clase dispersas, solidarias, reparadoras. Mecánicas colectivas, ingeniosas, de mano en mano, que no construyeron un sujeto político específico, pero que tuvieron la potencia suficiente como para perforar la red ideológica que cubría la dialéctica social: símbolos e interpretaciones contrarios a los que proponía el neoliberalismo. El 19 y 20, como proceso histórico –esto es, el que viene de antes del 2001 y se proyecta hacia adelante–, quebró aquel molde autodisciplinador en el que había quedado capturado el sentido de nuestra democracia. Emblemáticamente lo hizo anulando la legitimidad de lo que constituye el último recurso del dominio estatal, el estado de sitio. El 19 y 20 cruzó esa frontera; estaba claro que después las cosas ya no serían iguales. Se fue desvaneciendo el edificio de los lugares comunes de lo que debía ser una democracia, lo que significaba ser ciudadano, los derechos, las obligaciones. Fue un proceso, un movimiento liberador y esencialmente destructivo, de negación: negarse a naturalizar aquellas imágenes, a convivir con esa realidad productora de aquellas imágenes. En el medio, un coro de voces pidiendo “orden”: los sectores conservadores, las elites.
4. Abierta la grieta, la elaboración de los nuevos moldes, parámetros y lenguajes democráticos prosiguió durante el kirchnerismo, sobre la base de una dialéctica sustantivamente distinta. La reafirmación de los nuevos imaginarios no surgiría desde las apuestas a prácticas de clase en una sociedad desvencijada, sino desde las decisivas palancas que impone la interacción entre políticas públicas, gobierno y estructura social. El Estado entró en escena para proseguir, desde este punto de vista, con la confección de una nueva metáfora de la democracia; como socializador, como integrador, normatizador y legislador. Obviamente es otra la contundencia cuando el Estado es el que se convierte en el organizador material y discursivo de la realidad: al mismo tiempo que recompuso certidumbres económicas e identidades sociales, mediante un abanico amplio de medidas heterodoxas y originales, emprolijando incluso las pertenencias de clase, instaló nuevos principios de reconocimiento intersubjetivo, revolucionando valores, empujando otras imágenes: “nos podemos casar con los mismos derechos”, “el trabajo de ama de casa es un trabajo”, etc. El kirchnerismo es, entre otras cosas, también un aporte a ese mapa democrático.
5. Este es otro país que el del 2001; los signos de la calle y las propuestas de los poderes políticos lo son. Hace una década, Inés Pertiné de De la Rúa armaba un apaciguador pesebre gigante en la puerta de la Casa de Gobierno para contrarrestar la atmósfera social; hoy , allí, puertas adentro, hay un salón con la imagen del Che, de Zapata, de Tupac Amaru... En aquel sentido no superficial ni secundario para Marx –el de la producción de signos, representaciones colectivas y significados de lo que puede ser una sociedad–, el recorrido que va de aquellas prácticas de clase a los efectos que puede producir la socialización política estatal del kirchnerismo muestra una conexión interna de sentido histórico; quizá sean momentos de un mismo proceso, el de la democratización de la sociedad argentina. Cuando Marx anuncia que “todo lo sólido se desvanece en el aire y todo lo sagrado es profanado”, se refiere a cambios de larga duración, no a un hecho específico ni a un relámpago puntual de la historia. El derrumbe de aquel universo (simbólico) democrático que tuvimos del ’83 al 2001 también llevará su tiempo: aún hay elementos que sobreviven, hay palabras, ideas y comportamientos que se resisten a ser desplazados. Pero da la impresión de que, por las imágenes que nosotros mismos reflejamos, algunos pasos han sido dados. A la manera de un topo, laborioso y animado.
* Politólogo (UBA).
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