EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Los gobiernos kirchneristas llevan nueve años de inusual sustentabilidad económica y estabilidad política. La fortaleza en reservas es una de las claves del éxito (siempre relativo e incompleto) del “modelo”. En una coyuntura mundial, regional y local signada por la crisis económico financiera, es forzoso revisar los instrumentos utilizados. Es válido y hasta necesario que el Gobierno busque conservar los dólares que posee y atesoró merced a un formidable esfuerzo social.
Las restricciones a las ventas de divisas, contra lo que proclama la Vulgata dominante, son legales tanto como usuales en nuestra historia y en la práctica de otros países. Una devaluación abrupta del peso no funcionaría del modo (en promedio) virtuoso de la de principios de siglo: otras son las circunstancias domésticas y globales. Se produciría una fuerte transferencia de ingresos contra los sectores de ingresos fijos o en general menos poderosos. Y, lo que es suficientemente grave, el Estado perdería el timón de la economía.
Esas son las principales y sólidas razones del oficialismo referidas al universo pluricolor del dólar. Lo han llevado a modificar sus políticas precedentes, aunque esto no se diga tanto. También es real que hay sectores pro devaluación que tratan de forzar un escenario propicio a sus intereses. Y especuladores que procuran ganancias pingües a río revuelto.
El Gobierno obra bien, a grandes trazos. Y, como es proverbial, señala bien a los principales adversarios de su política, convalidada por las mayorías. En la lectura del cronista, empero, falla en aspectos sustanciales de “sintonía fina”. Y yerra en damnificar intereses de (y cuestionar discursivamente a) actores sociales que debería atender con más cariño.
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El dólar es un bien escaso, por lo tanto regular e intervenir en los mercados respectivos es una prerrogativa-deber del Estado. No tienen razón quienes alegan una plenipotencia individual para traficar con divisas. Sobra jurisprudencia sobre el tema, lo que no equivale a vaticinar que no habrá amparos exitosos contra las restricciones. Ello es así por dos razones. La primera, digamos virtuosa, es que una norma genéricamente correcta puede ser ilegalmente nociva en casos particulares, que la Justicia debe contemplar. La segunda, no tan dichosa, es que hay demasiados jueces con “la cautelar fácil” y voluntad de tener su cuarto de hora (multi)mediático.
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Las medidas oficiales tendieron, mayormente adrede, a disuadir a potenciales adquirentes de divisas. Algunas son relevantes y redondas, como las imposiciones para liquidar a exportadores, en especial a empresas mineras o petroleras.
Pero el corte abrupto (mal explicado y sin regulaciones conocidas, dos manejos cuestionables desde el ángulo republicano) también concierne a gentes de a pie. Muchos, acomodados en el esquema prexistente, son deudores de transacciones privadas en dólares. Otros quieren ejercer el derecho constitucional de viajar, que supone el de proveerse de moneda. Y también hay trabajadores provenientes de países vecinos que desean (y tienen sobrado derecho a) remesar plata a su familia, en la moneda de su patria de origen. Son algunos ejemplos sencillos, habrá más.
Funcionarios han repetido que sólo el once por ciento de los argentinos se interesan en el dólar, repitiendo en el concepto aunque superando en la cifra a la vieja frase de Perón. El cálculo es discutible, porque se funda en quiénes fueron adquirentes en el mercado formal. Se reconoce que hay otro, por lo que la cifra es relativa. Y cabe añadir un dato impresionista: en el caso de viajeros al exterior cuando no había controles severos, debía ser usual que hubiera un solo comprador por grupo familiar o pareja... pero en verdad el número de interesados se multiplicaba.
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El mercado de inmuebles usados en los grandes centros urbanos (dolarizado casi siempre desde hace añares) es otro intríngulis. Bregar para un “cambio cultural” que induzca a pesificar tales operaciones es loable pero su eficiencia está en duda. En el medio, será una prueba de fuego si el tránsito no impacta en la industria de la construcción, una rama mano de obra intensiva, bastión del “modelo”. La dirigencia de la Uocra expresa preocupación en privado, con cifras ya públicas en la mano. Un problema clásico de la economía política: un instrumento no resuelve todos los objetivos y a menudo empioja otros diferentes aunque vinculados con el perseguido.
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La inflación es una zona oscura del relato oficial. Si de eso no se habla, no hay diagnóstico riguroso. El cronista recomienda la lectura total del reportaje al economista Héctor Valle publicado en Página/12 el 24 de mayo. Valle defiende las regulaciones a las transacciones financieras, se opone al desdoblamiento del mercado cambiario o a una devaluación. Pero señala con énfasis que “en un contexto de inflación de dos dígitos es bastante complicado tener un ajuste cambiario del 5 o 6 por ciento anual”. Y agrega “lo que precisa la Argentina es una política muy fuerte antiinflacionaria. Creo que ahí estamos en mora. Los precios en el país, por distintas razones, se han ido más allá de lo que se esperaba”. Profano en la materia, este cronista adhiere. El índice del supermercado (o changuitómetro) prima con buenas razones en el imaginario de gremialistas y personas del común.
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El oficialismo exhibe credenciales fuertes, casi únicas: nueve años sin crisis sistémicas, la cotización de las divisas bajo control, achicamiento de la deuda externa, pago puntual (y trabajoso, valga subrayar) de los compromisos. En este año hay vencimientos muy fuertes.
Un sentido común expandido subestima esas referencias porque reacciona con reflejos adquiridos en 50 años previos a 2003. Son, al fin y al cabo, cinco décadas de vivencias contra un lapso importante pero más exiguo. Persuadir para desdolarizar mentes y conductas es una tarea ímproba, inviable si sólo se apela a prohibiciones. Disuadir (no del todo y no a todos) en el corto plazo es más sencillo (y menos interesante) que persuadir. No son métodos excluyentes, más vale.
Un par de acciones de estos días sugieren que hay ánimo de modificar el trazo muy grueso de las primeras movidas. Establecer un sistema particular para quienes se trasladan fuera de la Argentina es un buen aporte. Son infundados, en principio, los reproches al control sobre el origen del dinero, que también se ejercita respecto de autos cero kilómetro o de inmuebles. La informalidad no concede prerrogativas y la vigilancia estatal, bien ejercida, es una virtud.
La otra jugada, asombrosa para el cronista, es la negociación “a cielo abierto” entre Guillermo Moreno y operadores financieros del (si se permite mechar otro color) “mercado negro”. Tratativas de ese tipo, nadie lo duda, deben existir con frecuencia pero es exótico divulgarlas. Es bueno que el Gobierno se haga cargo de esa realidad disfuncional, o sea que no viva en Marte. Es rara la operatoria, sus resultados se irán viendo.
En promedio, el Gobierno tiene sus razones, que “bajadas” a la gestión se tornan rudimentarias. Mejorar la sintonía fina es forzoso, amén de una consigna presidencial. Cualquier objetivo, como sostener las reservas, es instrumental a necesidades varias: el crecimiento, el consumo, el nivel de empleo, políticas de segunda generación como vivienda, transporte y compensación de asimetrías sociales. De eso se trata, mientras se pulsea en la insensible city contra poderes fácticos desinteresados de todo lo ajeno al lucro propio.
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