Vie 10.08.2012

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

El caso judicial y el fenómeno político

› Por Mario Wainfeld

Se van cumpliendo las primeras audiencias del juicio oral y público por el asesinato de Mariano Ferreyra. El trayecto previo ha sido más que satisfactorio, lo que permite que no estén en el banquillo de los acusados sólo los presuntos autores materiales sino también aquellos sospechados de haber urdido el plan criminal y policías federales acusados de haber posibilitado el homicidio con acciones u omisiones. La jueza de primera instancia, los fiscales, los letrados de las querellas, los familiares de la víctima conjugaron su decisión y sus esfuerzos. El Gobierno cooperó en trances cruciales, tanto en la producción de la prueba de cargo cuanto en protección a ciertos testigos, también en dotar al juzgado de recursos materiales y humanos para cumplir sus funciones con celeridad y eficacia. La Corte Suprema, a su vez, incidió en ese aspecto.

Esa, poco frecuente, sincronización autoriza el optimismo acerca de la seriedad del proceso y de su desemboque. Todos los procesados gozarán de las garantías del debido proceso, incluyendo la presunción de inocencia. Esto dicho, vale señalar que las pruebas acumuladas en su contra son contundentes. Lo corroboran, a su manera, muchas maniobras de los acusados más poderosos. Las movidas de encubrimiento ulteriores, los intentos de adulterar pruebas, la lluvia de nulidades traslucen una percepción de debilidad, que se procura mitigar con malas artes. En un mismo rumbo podrían resaltarse algunas de las presentaciones iniciales de varios defensores, que parecían orientadas a culpar a las víctimas del ataque tras vistiéndolos en agresores. Las pruebas descalifican esa tesis trasnochada: la patota atacante no sufrió heridas, los agredidos sólo trataron de guarecerse. El énfasis de un par de letrados discurriendo esa taimada hipótesis, dicho sea al pasar, rozó la falta de respeto a los deudos que asistían a las audiencias.

El trámite insumirá meses. El lapso transcurrido desde el crimen ocurrido en octubre de 2010 es, en términos relativos, no breve pero sí admisible.

La semana que viene arrancará el juicio oral que investiga las coimas en el Senado, si no media una nueva trapisonda de los acusados. Se trata de un hecho acontecido hace la friolera de doce años, lo que habilita comparaciones sobre la presteza de la Justicia, dejando a salvo todas las diferencias entre ambos casos.

En el juicio de las coimas, el transcurso del tiempo produjo daños irreparables. Hubo sospechosos que murieron. Muchos otros devinieron figuras ignotas para la inmensa mayoría de la opinión pública. Eso resentirá la ejemplaridad de cualquier sentencia.

Son dos delitos con origen y repercusión políticos los que se investigan pero no son idénticos. Las condenas, si las hay, serán de distinta magnitud. Es válido, más allá de la indignación que puedan suscitar ciertas conductas de figuras públicas. Las penas deben tener una jerarquía, simétrica a la de los bienes jurídicos protegidos. La vida es el valor supremo, los delitos patrimoniales ocupan un rango más bajo, aunque su comisión por funcionarios o legisladores sea un válido agravante. La proporcionalidad de las condenas es un imperativo democrático que se vino descuajeringando en años de reformas parciales, leyes-parche dictadas por presiones del momento, de las que la “reforma Blumberg” es un ejemplo supremo mas no una excepción aislada. La reforma del Código Penal va en pos de encarrilar ese desaguisado, que se consumó en décadas.

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José Pedraza, el secretario general de la Unión Ferroviaria, fue llamado a prestar declaración indagatoria (ver asimismo nota central). Rehusó, es su derecho. Ni su poder ni su fortuna lo eximieron de quedar sometido a las decisiones judiciales. Estas se centrarán sólo en el hecho que se investiga, que limita la competencia del Tribunal Oral.

La trayectoria de Pedraza amerita, claro, una mirada política amplia. Tanto que posiblemente trascienda su figura. Supo ser un militante de base, un dirigente luchador, un cuadro que combatió la dictadura y que emergió como una figura renovadora en la restauración democrática. Alguna vez, sin exagerar los parangones, se pareció más al militante popular Mariano Ferreyra que al hombre de hoy, de mirada perdida, patrimonio material incalculable y rostro que denuncia su decadencia. Las peripecias que lo lanzaron cuesta abajo en su rodada son, en sustancia, de dominio público.

Los pactos perversos con el menemismo, que incluyeron el desbaratamiento de la red ferroviaria, la destrucción de su propio sindicato, los despidos masivos de quienes fueran sus compañeros. Su conversión política vino en combo con su incorporación a la clase empresaria. Se pesquisa ahora si cayó en el máximo abismo: mandar matar para preservar privilegios. Hay elementos sólidos que sugieren que así fue. En todo caso, es un dato que luchó con denuedo para privar a laburantes de derechos básicos, que fue pilar de mecanismos de fraude patronal y exclusión.

A los tribunales les cabe dilucidar, nada menos pero nada más, su responsabilidad en el asesinato. Fuera de ellos, es acaso hora de un debate que lo trascienda o, mejor dicho, que lo englobe en fenómenos más vastos.

Pedraza pudo haber incurrido en conductas extremas, pero seguramente su “caso” es, piensa el cronista, una referencia generalizable. Alude a la decadencia de un sector muy amplio de la dirigencia gremial. Y aun a la crisis de un modelo sindical cuya dirigencia, desafiada en la práctica, flaqueó ante la política neoconservadora, con honrosas excepciones. A sindicatos que no cumplen sus funciones básicas. A una Central Obrera única que poco o nada se ocupó de los desocupados, los informales, los precarizados, los tercerizados. A obras sociales que son una de las tres patas de un sistema de Salud bastante disfuncional que absorbe una alta inversión per cápita, inconsistente con los niveles de servicio que llegan a la mayoría de los argentinos.

No es justo decir que Pedraza es culpable de homicidio, hoy y aquí. Menos que muchos de sus pares sindicales hayan caído tan bajo como él. Pero sí es atinado interrogarse acerca de si es un personaje anómalo o uno de los peores emergentes de un modelo en crisis. Otros fenómenos de época ayudan a pensar la cuestión. Por ejemplo, los conflictos entre grandes gremios con jefaturas desacreditadas versus delegados de base de mayor legitimidad y combatitividad. O el fraccionamiento de la CGT. Ambos tienen, a no dudarlo, causas anecdóticas o circunstanciales o exógenas. Pero quizá representen un fenómeno estructural que sea necesario debatir a fondo pensando si no ha llegado la hora de modificaciones sustanciales.

Entre tanto, Pedraza y los demás acusados van en pos de una sentencia que hará historia. Hasta ahora, se reitera, el proceso ha sido ejemplar. Que no decaiga.

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