Dom 27.01.2013

EL PAíS • SUBNOTA

Malos, pero tontos

› Por Horacio Verbitsky

Hay casos previos, allá y aquí. En 1975, Francisco Franco agonizó durante 39 días, uno por cada año de su dictadura. Su escalofriante imagen “convertido en una suerte de monstruosa fusión con los múltiples aparatos que lo mantenían artificialmente en vida”, como escribió el historiador valenciano Vicente Sánchez-Biosca, fue tapa de varias revistas españolas. Lo mismo ocurrió aquí en 1981 con el ex candidato presidencial Ricardo Balbín. El espanto que produjeron esas intromisiones obscenas en la intimidad más dolorosa de dos figuras públicas produjo decisiones políticas en ambos países. La Constitución Española sancionada en 1977 en su artículo 18 protege el derecho a la intimidad y a la propia imagen. Y la ley orgánica 1, de 1982, define como intromisiones ilegítimas cualquier reproducción “de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada”. Dos años después, en 1984, la Corte Suprema de Justicia argentina condenó a la revista Gente, por entonces propiedad de Carlos y Aníbal Vigil, por daños y perjuicios a la viuda y el hijo de Balbín. En ese fallo unánime, la recién instalada Corte postdictatorial dijo que “nadie puede inmiscuirse en la vida privada de una persona ni violar áreas de su actividad no destinadas a ser difundidas”. Es decir que los editores del diario El País sabían que ningún interés público prevalece sobre los derechos personalísimos. Recién dieron una explicación al día siguiente, pero no por deontología profesional sino porque habían metido la pata hasta el fondo y el moribundo no era Chávez. Sus carraspeos formales para justificar una indecencia formidable sólo empeoran la cosa. Citan el libro de estilo de El País, según el cual “las fotografías con imágenes desagradables solo se publicarán cuando añadan información”. Imágenes desagradables es una tierna descripción autoindulgente para la foto que colocaron bien grande y bien arriba de su tapa, junto a la marca para que nadie pueda olvidarlo. También dijeron que no habían podido “verificar las circunstancias en que fue hecha la foto dadas las restricciones informativas que aplica el régimen de Cuba”; que no podían pedirle a la corresponsal en La Habana que se pusiese en contacto con cualquier fuente porque “habría supuesto un riesgo para ella y las personas supuestamente implicadas en la foto”; y que la foto tenía gran valor informativo debido a “la falta de transparencia de las autoridades” venezolanas sobre la salud del presidente Hugo Chávez. O sea, pedimos disculpas pero los culpables son los gobiernos de La Habana y Caracas. El argumento de la transparencia ni siquiera es verdadero: no hubo partes médicos detallados, pero el gobierno bolivariano informó que era la cuarta operación a Chávez por un cáncer en un año y medio, que estaba muy grave, con una infección intrahospitalaria y asistencia respiratoria mecánica, y hasta pidió rezos por él. Además, para verificar la foto no había que ir a La Habana sino a Caracas, donde el fraude había sido expuesto tres días antes por la televisión pública venezolana, identificando a quien distribuyó el video falso y al verdadero enfermo. Los pares argentinos de El País siguieron una línea parecida. La Nación dijo en una columna que el diario español “tropezó con la Venezuela del surrealismo mágico, donde todo puede suceder”; en otra responsabilizó a la crisis española y el ajuste; y en una tercera a la competencia con la televisión y los portales on line. Una columna de Clarín divagó sobre “la revolución de las nuevas tecnologías” y otra alegó que “Cristina, mientras tanto, sigue sacada con sus tweets”. Ninguno dijo lo obvio: la foto repulsiva y su publicación apresurada revelan el mismo desdén racista y el mismo sentimiento de superioridad que llevaron al Rey Juan Carlos a pedirle en tono imperativo a Chávez que se callara en una cumbre iberoamericana, y la misma posición ideológica por la que El País convalidó el golpe que lo depuso por unas horas en 2002. Cuando el odio militante entra por la puerta, el periodismo y la ética huyen por la ventana.

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