EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
El hecho central es conocido, se abrevia la reseña: hablamos a partir de la muerte del trabajador Reinaldo Rojas, embestido por el auto que conducía Pablo García. El expediente penal está en trámite, se hicieron y harán más pericias, van declarando los testigos. Corresponde determinar el grado de culpabilidad de García. Seguramente la querella tratará de encuadrar su conducta como homicidio con dolo eventual. Presumiblemente, la defensa buscará que la causa se caratule como homicidio culposo. En todo caso, ambas partes sostendrán sus posturas. Interviene la fiscalía, se dictará sentencia.
Lo más terrible e irreparable es la muerte de la víctima. El mayor sufrimiento lo sufren sus familiares y amigos íntimos. Para ellos es necesario que haya un trámite lo más veloz posible, que posibilite el acceso a la verdad y a una sentencia ajustada a derecho. Para ellos tanto como para el acusado, corresponden todas las garantías constitucionales. El debido proceso no retrotraerá los hechos, no repondrá la situación previa y mejor. Pero es lo que el Estado de derecho debe garantizar.
Acá derivamos al núcleo de esta nota, que aborda un recorte del hecho. No es su aspecto central pero el cronista cree que (con todas las prevenciones antedichas) justifica un abordaje.
Sigamos, entonces, con el derecho imperante. El derecho penal occidental se plasma cuando es el Estado quien juzga, en base a leyes previas al hecho. Con penas que contemplen su gravedad, los antecedentes del procesado, el perjuicio infligido a la sociedad. El juez es un tercero, que se pretende imparcial, las normas son generales. Quedan atrás la Ley del Talión, la venganza familiar, el castigo a quienes no sean, de un modo u otro, los autores del delito (la venganza, la vendetta en todas sus variantes). Por eso es sabia la frase de las personas del común: “Buscamos justicia y no venganza”.
El periodista Eduardo Aliverti, esto también es consabido, es el padre de García. Eso le depara zozobra y padecimientos, pero no lo transforma en responsable (de un modo u otro) de lo que se investiga y juzgará, ojalá que con toda la estrictez legal. La cobertura que han hecho algunos medios y periodistas deja la impresión de ignorar ese dato: lo fustigan con sadismo, lo tratan como a un criminal.
A los ojos del cronista, se valen del hecho para ajustar cuentas con Aliverti, valiéndose de recursos de baja estofa. Los asedios mediáticos, los titulares nombrándolo permanentemente, columnas en diarios, radios y canales de cable maltratándolo. La intención no es hacer avanzar la causa, en la que Aliverti no es parte. Es ponerlo de rodillas, vejarlo, por lo que Aliverti es y significa en el periodismo argentino.
Solo así se entiende que la crónica policial del periodista Eduardo Feinman dedique pocos minutos al caso y muchos a adjetivar sobre Aliverti: “Mentiroso”, “ladri progresista” y hasta “garantista” expresado como si serlo fuese un crimen. El repudio, enfurecido en el tono y desmedido en las palabras, se extiende a los organismos de derechos humanos, a Hebe de Bonafini, a los premios Eter...
El diario Clarín dedica un espacio privilegiado, con mención en tapa, a una columna de Darío Gallo, quien entre otras cosas alega que la conducta de Aliverti (que no quebró ninguna norma) “habla de la honestidad intelectual de muchos comunicadores que atacan al periodismo independiente por oportunismo”.
Potencial integrante del colectivo cuestionado por Gallo, el autor de estas líneas no replicará personalmente ese reproche. Pero es un deber decir que si algo no puede endilgarse a Aliverti es oportunismo ideológico. Su trayectoria lo sitúa con claridad en un campo coherente y preciso. Defiende ideas y valores (en esencia los mismos) desde hace décadas. Ese es su “delito”, el que excita a los inquisidores mediáticos, aunque no lo digan del todo.
Un lugar común, pongámosle, nacional-popular expresa que a algunas personas, movimientos o gobiernos no se los ataca por sus defectos sino por sus virtudes. No cuadra a lo que venimos analizando. En este trágico suceso no hay “defectos” ni culpas de Aliverti. Se lo quiere destruir (no ya discutir) por sus virtudes e ideología. El enfoque capcioso se urde para dañarlo, para herirlo en lo más subjetivo. También, como también ocurre en otros casos, para reclamar penas severas.
No fueron mayoría los colegas que se ensañaron, contra cualquier regla ética del periodismo. Entre ell@s, muchos que están enojados o algo más con la prédica de Aliverti. Supieron ser profesionales. Habría que pensar si no es momento de pensar un debate cara a cara entre quienes pensamos diferente pero compartimos códigos básicos, para determinar reglas de trato recíproco. Reglas voluntarias, no tarifadas, jamás legisladas o cristalizadas.
Este escriba propugna que cada cual defina “desde dónde” se expresa. El firmante trabaja con Aliverti desde hace añares pero nunca fue su amigo personal. Ni compartimos un ámbito cotidiano de labor, por las sucesivas funciones que fuimos cumpliendo. Escribe como su admirador en los ’80, cuando había que bancarse lo que se decía. Como su colega en gráfica, como un seguidor de su ejemplo y el de otros maestros en la radio. Para él, un abrazo y la solidaridad.
Para las víctimas, se repite, verdad y justicia, con todas las de la ley.
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