EL PAíS
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Peligrosos
› Por Eduardo Tagliaferro
Deseo reafirmar que el hecho conocido por Palomitas-Cabeza de Buey tuvo las siguientes características: 1) fue una actividad del servicio cumplida por el personal militar en actividad 2) se concretó como una operación militar prescripta en nuestro reglamento (...)”. Estas son dos de las seis consideraciones que el coronel Carlos Alberto Mulhall se preocupó por incorporar al interrogatorio que el 8 de febrero de 1984 le formuló la justicia militar. La “operación militar” a la que hacía referencia Mulhall fue moneda corriente durante la dictadura militar. El informe de la Conadep las identificó como “muertos en enfrentamiento armado”. Con precisión las definió como “otra de las técnicas utilizadas para enmascarar la muerte ilegal de los prisioneros. Aquellos que al momento del golpe militar revistaban en las cárceles oficiales a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y no podían ser eliminados sin alegar “motivos”. El “operativo” se concretó la noche del 6 de julio de 1976. Una patota militar comandada por el entonces capitán Hugo Espeche se presentó en el penal salteño de Villa Las Rosas, con una orden escrita por Mulhall, jefe de la guarnición militar, pidiendo el traslado de 11 presos políticos. Luego de desprenderse de todas las insignias identificatorias, de haber dejado la penitenciaría a oscuras y de sacar a los detenidos de sus celdas, Espeche se retiró con el sigilo con el que había ingresado.
La versión oficial sostuvo que en el camino a Tucumán, a pocos kilómetros de la capital salteña, la formación fue atacada por un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que murieron tres de los presos y que los restantes se fugaron. Curiosamente, pocos días después algunos de los prófugos aparecieron muertos en Tucumán y en Jujuy, en nuevos enfrentamientos. Ni el más ingenuo puede dar crédito a esa versión. El 7 de julio del ‘76, alertado por una llamada telefónica, el periodista del diario El Intransigente, Luis Andolfi, llegó al paraje donde fueron fusilados los detenidos políticos. No le cerraba que sólo hubieran muerto tres prisioneros. “No vi cadáveres pero había un infierno de sangre, pelos y sesos. Yo mismo pude llevar al diario un pedazo de falange y el lóbulo de una oreja”, le dijo en agosto de 1984 al periodista Mario Markic en un artículo para la revista Siete Días.
En 1984, el juez federal salteño José Javier Cornejo tampoco creyó en la versión oficial. Rechazó declinar sus actuaciones en favor de las que llevaba adelante la justicia militar. Sin embargo, la causa marchó al archivo cuando se sancionaron las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Mulhall dejó constancia de que el “traslado” que precedió a los asesinatos fue por orden del III Cuerpo de Ejército comandado por el general Luciano Benjamín Menéndez y debido a la reiterada preocupación del entonces juez federal y hoy titular de la Cámara Federal salteña, Ricardo Lona, de que hubiera una fuga de los prisioneros a los que definió de “extrema peligrosidad”.
“Hay que perdonar y olvidar. No hay que hacerles caso a las organizaciones supuestamente dedicadas a la defensa de los derechos humanos, porque sus metas son ajenas al interés nacional”, afirmó sin ruborizarse el arzobispo salteño Carlos Pérez, cuando en 1984 se presentó frente a una comisión de senadores provinciales que investigaba el genocidio en Salta. Han pasado 27 años. Dos camaristas salteños, Ricardo Munir Falú y el juez ad hoc Dardo Ossola, al declarar la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad, señalaron esta semana que “el único camino para resolver los crímenes de lesa humanidad es abrir los procesos y someter a los responsables al imperio de la ley, la verdad y la justicia”. Ha quedado en claro que los “peligrosos” eran los hombres de uniforme, algunos jueces y algunos curas. El coronel Mulhall, el teniente coronel Miguel Gentil y el capitán Espeche tendrán que explicar la matanza ante el juez salteño Miguel Medina. El camarista Lona enfrentará el 5 de agosto a la comisión de acusación del Consejo de la Magistratura. A los cristianos que en el ‘84 le reclamaron a monseñor Pérez la excomunión de los genocidas, les queda pensar que el sacerdote quizá siga rindiendo cuentas.
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