Dom 18.05.2014

EL PAíS • SUBNOTA

El adiós y algo más

› Por Mario Wainfeld

La jueza Carmen Argibay honró su cargo, cumpliendo su labor con convicciones y austeridad impar. Fue la primera mujer designada para ese cargo por un gobierno democrático. Tardó en asumir porque pidió terminar sus obligaciones en la Corte Internacional, un gesto que también la pinta. El presidente Néstor Kirchner sumó otra mujer al Tribunal, Elena Highton de Nolasco, quien juró primero.

Entre ambas construyeron la Oficina de la Mujer, desde donde se cimentó la perspectiva de género en un Poder machista por tradición y a menudo discriminador. La labor de las dos magistradas apuntó básicamente a inculcar el respeto debido a las mujeres que atraviesan el –a menudo duro– trance de pasar por el Foro. Ser parte en un juicio de derecho privado, ni qué decir víctima de un delito o procesada suele ser un castigo. El afán de Argibay y Highton contra la discriminación sembró una semilla que ha germinado y debe seguir atendiéndose.

Tal vez ese sea el mayor legado de Argibay de quien debe encomiarse también la modestia personal, que contrasta con la altivez y el caretismo de unos cuantos de sus colegas.

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Integró un cuerpo colegiado, el que más duró en la zozobrante historia nacional. El conjunto produjo centenares de fallos, decenas de ellos muy relevantes... es imposible que haya alguien que acuerde con todos o que todos hayan sido lo mejor dentro de lo posible. La trayectoria de la Corte, que la partida de Argibay propicia repasar, fue en promedio valiosa con intermitencias y claroscuros. En tendencia, fue sostén de las instituciones y de la gobernabilidad, lo que no obtura los debates acerca de sus fallos o de las declaraciones públicas de sus integrantes. Lo que vale para todos, rige también para la doctora Argibay.

Varios de los elogios que le prodigaron en estos días premian sus disidencias o sus divergencias en casos resonantes. Se llegó a decir que era la mejor entre todos y la más independiente. Evocarla con respeto y tristeza no obliga a coincidir con esa mirada parcial. Fue interesante que Argibay participara en ese equipo disímil y aportara un ángulo. Seguramente su tesitura, a menudo minoritaria o personalizada aun en sentencias que hicieron historia en el mejor sentido, añadió polémicas y diversidad.

La Corte es un curioso órgano colegiado, está integrado por individualidades. No funciona, por ejemplo, como los Poderes Legislativos en los que hay bloques que establecen una cierta identidad colectiva. No hay crítica en esta descripción, sí un señalamiento acerca de una peculiaridad dentro del sistema democrático: la suma de personalidades exentas del veredicto popular y en principio relevada de lazos de pertenencia.

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Argibay no será reemplazada, ni en sentido simbólico ni en el material. El Gobierno, que promovió esta Corte que es un bastión del sistema, luego se autolimitó para hacer nuevas designaciones. Una ley impulsada en 2006 por la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner estipuló que el Tribunal puede funcionar con cinco miembros.

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Antes de nominar a los nuevos integrantes de la Corte, Kirchner les preguntó su postura sobre dos (y sólo dos) temas candentes. El “corralito” que había motivado el chantaje de la Corte menemista y las leyes de la impunidad. Comprobó su compromiso con la legalidad, la gobernabilidad y los derechos humanos. Y les pidió coherencia en esos dos específicos aspectos, en lo que era sólo un compromiso de palabra. Argibay lo honró e interpretó su rol con criterios disputables (como casi todo) y francos.

Fue una persona de trato amable, cálido y llano. Su desempeño es un ejemplo para quienes tuvieron la suerte y el honor de tratarla, aun para aquellos que discreparon con algunos de sus criterios jurídicos y varios de sus votos.

Nota madre

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