EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Una faceta recurrente de las polémicas sobre realizaciones sobre el Centro Cultural Kirchner (CCK) es la que versa sobre si “es el momento” para esas inversiones, que algunos equiparan a lujos. Lo son, en un sentido valioso... pero sus detractores alegan que son innecesarios o intempestivos. La duración de las obras es otro punto puesto en entredicho.
Repasemos, en sobrevuelo veloz, algunos datos sobre otros monumentos de la cultura nacional, por ahí es útil.
El Teatro Colón fue proyectado en las últimas décadas del siglo XIX. El proyecto original elegido fue diseñado por el arquitecto Francisco Tamburini en 1890. Esto es, en el epicentro de la crisis capitalista mundial que golpeó duro en la Argentina llevándose puestas muchas ilusiones y la presidencia de Miguel Juárez Celman.
El proyecto fue modificado, el Colón se inauguró en 1908. Una leyenda urbana consagrada cuenta que eran momentos de enorme prosperidad, comandada por una elite política y social inigualada.
La falla de esa fábula finca en ignorar cómo se distribuía socialmente la riqueza. No es menester acudir a revisionistas malévolos para corroborarlo. Tal vez el mejor testimonio es una investigación señera, encomendada por el presidente Julio Argentino Roca. Es el informe “El estado de las Clases Obreras Argentinas” presentado por el médico y abogado Juan Bialet Massé. El formidable estudio analiza a fondo las condiciones de explotación, miseria y carencias básicas que soportaba la clase trabajadora en los añorados tiempos de esa extraña República sin sufragio universal.
De cualquier forma, el Colón se erigió y albergó expresiones eximias de alta cultura. Más adelante se lo usaría también como escenario de “cultura popular”.
El macrismo lo cerró durante años para reconstruirlo. Su reapertura fue celebrada con vítores por los mismos que ahora ponen bajo la lupa al CCK. Ahora el magno auditorio se alquila para fiestas o ágapes VIP.
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El Teatro General San Martín fue inaugurado, fíjese, el 25 de mayo de 1960, durante la presidencia de Arturo Frondizi. El afán refundador del desarrollismo se trasuntaba en la obra, su magnitud y ambición.
Las tres salas teatrales se habilitaron años después, como asimismo la Leopoldo Lugones que durante décadas abrió acceso a cine alternativo, a precios amigables.
La arquitectura reflejaba los tics y ambiciones de la época, la de los Mad Men. Entre ellos, la abundancia de vidrios enormes, sin ventanas, que subordinaba el confort interno al uso de aire acondicionado que, ay, no siempre funcionaron.
Durante la Jefatura de Gobierno de Aníbal Ibarra comenzaron trabajos de restauración, que pensaban ampliarse al Centro Cultural San Martín. Jorge Telerman, sucesor de Ibarra, continuó las tareas que fueron frenadas por Macri, pretextando falta de recursos. Se reanudaron recién en 2010. La Sala Lugones estuvo cerrada varios años.
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Imposible sintetizar la cantidad y calidad de los espectáculos, los artistas, los directores que pasaron por el San Martín o el Colón.
O subestimar la labor de los trabajadores que contribuyeron para las puestas de escena, los vestuarios, todo lo que connota una obra artística.
Es falaz supeditar la inversión social cultural a tiempos de bonanza. Como todo aporte al acervo colectivo, siempre es momento de hacerlos, salvo que la malaria haga tocar fondo. La amortización de lo pagado no es económica, se mide en otras variables. Y se expande durante el tiempo, a través del uso y goce que puedan hacer ciudadanos de distintas edades, proveniencias y generaciones.
La gratuidad, cuya lógica enlaza con los derechos universales de todo tipo, es aditamento formidable para esas inversiones, que engrosan el patrimonio común, que no se mide solo en bienes materiales. Si las prestaciones y los ámbitos son de primera y se abren a todos los sectores sociales se propende a redondear un círculo virtuoso, digno de mención.
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