EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
El lunes 21 fueron despedidos 240 empleados de la Biblioteca Nacional. La Asociación de Trabajadores del Estado informó que son cerca del 25 por ciento del total y que hay entre ellos “enorme cantidad” de personal con más de quince años de antigüedad y otros de incorporación reciente. Imposible escuchar la otra campana porque las autoridades callaron.
El nombramiento del escritor Alberto Manguel al frente de la institución congregó amplio consenso. Un intelectual con trayectoria y reconocimientos, más allá de valoraciones o rankings que siempre son subjetivos. Su actitud ulterior es chocante ya que se dispone a asumir a seis meses de ser designado. No es un ñoqui, porque no cobra, pero es un funcionario fantasma mientras en su gestión se suceden conductas reprobables. Se desconoce si las aprueba o promueve a miles de kilómetros o si está desconectado. Ninguna de las hipótesis le hace honor.
La subdirectora Elisa Barber ocupa su lugar en el interinato cuya prolongación podría figurar en el Libro Guiness.
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Los telegramas llegaron a sus destinatarios el lunes, comunicándoles que “prescindiremos de sus servicios”. Los firma “Biblioteca Nacional” (ver facsímil). Es raro, por decir poco. Un acto administrativo no puede ser suscripto por un ente o un organismo sino por un funcionario. Múltiples consecuencias derivan de la medida que exige ser resuelta por alguien con competencia. Salvo alguna sutileza difícil de imaginar, esa gambeta a la responsabilidad no es exclusivamente una cobardía: todo sugiere que es ilegal. En el mejor de los casos, quien tiró la piedra escondió la mano, birló la firma y escamotea virtuales responsabilidades.
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Un conjunto de personalidades del mundillo intelectual y académico difundieron una declaración crítica que ya arrima al millar de firmas y sigue sumando. Se ahorra la nómina, en cuya difusión mediática se premia con “bonus” a los que son o han sido opositores al gobierno anterior. Es un modo, quizá poco feliz, de destacar la pluralidad de quienes cuestionan aunque podría leerse como una pequeña “muerte civil” de quienes son o han sido partidarios del kirchnerismo. Los firmantes se describen, auto legitiman, como “lectores, investigadores, escritores, visitantes, usuarios”. Es un aspecto característico de este entuerto: los ciudadanos que reciben un servicio público dan fe de su calidad y utilidad. En otras reparticiones los usuarios pueden estar más alejados de la gestión o ser menos visibles o constituir un colectivo disperso.
Como sea, una cifra apreciable de usuarios calificados para ponderar qué hace el gobierno de Mauricio Macri en el área expresan “nuestra preocupación por la situación que atraviesa la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de la República Argentina, en el contexto del despliegue de una política de despidos masivos en el área de cultura del Estado. Solicitamos a la comunidad en su conjunto y a las autoridades del Poder Ejecutivo Nacional en particular el máximo cuidado y precaución en el tratamiento de una institución que, en los últimos años, no sólo se orientó a preservar, acrecentar, registrar y difundir la memoria impresa de la Nación sino que a la vez fue un espacio de pluralismo y libertad de pensamiento”. Sin consignar su nombre, el reproche es un elogio implícito aunque potente a la labor de Horacio González, el anterior director.
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ATE puntualiza algunas de las áreas que quedaran yermas, entre ellas la digitalización del diario Crónica. Un modo eficiente de resentir la memoria y el patrimonio colectivos al que algunos apodan “razones de mejor servicio”.
Expeditivos para difundir rumores, los funcionarios macristas dejaron trascender que hay exceso de designaciones sin detallar si son funcionales o necesarias. Para el diario Clarín y ciertos opineitors eso es suficiente. El periodista Marcelo Bonelli tuiteó gozoso la novedad con el hashtag #ñoquis cero ilustrándola con dos fotos de Macri pensativo (un hallazgo) y una de González.
Es una agresión entre tantas. Las más graves no conciernen al ejercicio berreta de la libertad de expresión sino al abuso de poder de funcionarios. Este caso tiene peculiaridades, ya apuntadas, pero en ese aspecto engrosa una tendencia.
Los derechos de los trabajadores no terminan en la protección contra el despido arbitrario, las indemnizaciones y demás tutelas. Merecen ser tratados con respeto y consideración. Los vejámenes que condimentan los despidos son la regla, son una táctica. Se los desacredita socialmente y se los rebaja en la relación con la patronal. Muy congruente con la ideología del macrismo pero distante de cualquier modelo democrático de relación laboral.
Sería ingenuo atribuir las guarradas que propaga el ministro de Hacienda y Finanzas Alfonso Prat-Gay a un desborde personal, impensable en un protagonista tan modoso. Las menciones a “la grasita militante” o a “mover la basura” son deliberadas, premeditadas, consistentes con su visión del mundo. Es llamativo que tantos intelectuales o académicos pro macristas se llenen la boca con elegías al clima de convivencia, a la tolerancia que se respira y no reparen en tamañas demasías.
Un despido es una contingencia dolorosa. El propio secretario de Cultura, Pablo Avelluto, que lleva centenares en su haber, declaró hace unas semanas que es “espantoso” concretarlos. Nada dijo sobre los laburantes de la Biblioteca: tal vez se curtió y perdió sensibilidad.
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Los cesanteados cuentan con un gremio que los banca, ATE. La Unión de Personal Civil de la Nación (UPCN) sigue sin aparecer. Fue el gremio estatal privilegiado por los gobiernos kirchneristas, que deberían repensar sobre sus aliados y sus favoritos.
Ya que estamos: también sería interesante y novedoso que dirigentes y legisladores del Frente para la Victoria acompañaran a laburantes desamparados en pie de lucha. Es arduo hacerlo desde el llano, sin llevar soluciones en la mano. Seguramente, de entrada toparían con rechazos. Tal vez, matemáticamente casi seguro, haya votantes de Macri entre los despedidos. Otros, militantes o afiliados a ATE, tendrían a mano un arsenal de reproches.
Volver al llano es duro: conlleva costos y fuerza a buscar caminos nuevos. Revalidarse en la sociedad, reconciliarse con adversarios valiosos. En clave timbera: en política a veces se es banca y otras se es punto. Si se cambia de una posición a la otra, se impone reengancharse, como en el chinchón. No es simple, es menos entretenido que ser aplaudido por auditorios propios y convencidos. Pero, sin querer marcarle tácticas a nadie, por ahí tiene el encanto de lo necesario.
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