Mar 02.04.2002

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

La Plaza de Mayo como gimnasio

Por Horacio González

La Plaza de Galtieri estaba usurpada. Quienes allí iban a escuchar solemnes anuncios sabían oscuramente de esa usurpación. Era una plaza prestada que reclutaba al grado más volátil de las muchedumbres de la ciudad. Y no es que el asunto que llamaba a congregarse fuera pueril; al contrario, involucraba profundas cuestiones capaces de descifrar una parte de la historia antigua y reciente de este país. Pero la trama del viejo y nuevo colonialismo, íntima verdad a la que se abría el conjunto del episodio Malvinas, excedía el discernimiento indigente con que los militares habían encarado el episodio.
La usurpación no lo es menos a pesar de que elija temas cruciales o aunque diga dirigirse contra otra usurpación. Es que los propios militares fueron al sur con conciencia usurpadora. La recóndita contradicción que eso implicaba era resignadamente percibida por las gentes llamadas aquella vez a la Plaza. El llamado era escolar. Su fuerza residía en que a las personas se les demandaba venir con su morral de símbolos en estado de confianza catecúmena, colegial. La gesta de recuperación se contaba con himnos, divisas y palabras del cofre rememorativo que una y otra vez se había diseminado en la escuela argentina. No debe haber desdén al decirse esto. Simplemente, se desea localizar la veta de una emoción colectiva con su coro de efigies sedimentadas.
De ahí la Plaza de Mayo decomisada. La Plaza es el gimnasio de varias interpretaciones de la historia nacional: la escolar, la gremial, la emancipatoria, la reivindicativa, la reparadora, la asambleística. En ese gymnasium se desarrollan entonces distintas pedagogías y el mismo pueblo sabe asumir distintos rostros multitudinarios. Según sea, son distintas sus palabras, distintos sus aprendizajes, distinta su furia. El apático conjunto edilicio de la Plaza sirve a la perfección a esos ardorosos momentos de fruición pública. En ese cuadrilátero todos sabemos que están los lúgubres y tenaces ministerios, el Banco Nación hecho por Bustillo, la Catedral con un ligero aire masónico o de sobriedad grecolatina pasada por el racionalismo del siglo XIX.
Uno de los atractivos de la Catedral son sus escalinatas de mármol sugestivamente gastadas. La Curia aledaña es un edificio nuevo, impersonal: aún existe la memoria de los fuegos del ’55, que dieron cuenta de la vieja curia, edificio con severo aire administrativo salido de los bosquejos arquitectónicos italianizantes de 1880. Ahora sus paredes mantuvieron varios días las inscripciones impugnadoras que aparecieron en el rastro de las últimas manifestaciones: ni Dios, ni Amo, ni Marido, ni Partido. El arco de significaciones de la Plaza se amplía en forma abismal. El gimnasio tolera todos los ejercicios. Del aquel ayer de 1982 a hoy, la Plaza adquiere emblemas educacionales brumosos. O se convoca pensando en que alcanza la iconografía escolar intocada, o se convoca pensando en que la escuela debe ser trastornada o puesta cabeza abajo. Cada época busca su Plaza, sus iconos espaciales, urbanísticos y sociales para escribir literaturas de asociación.
La recova que partió la Plaza al medio durante buena parte del siglo XIX ha vuelto ahora en las verjas policiales que la segmentan con el tiralíneas del diseñador antimotines. El Cabildo es una triste desfiguración. Pero las multitudes primeras del cacerolazo –sin banderas ostensibles salvo el persistente grito escolar de Argentina– se fijaron en él. La desafiante revisión a que fue sometido, lindando con un alarde examinatorio, era dar vuelta una aprendida lección del ciclo educativo primario. No en vano “scholaris” es antigua palabra para mencionar a los escolares y también a la guardia del palacio. Los que se mueven hacia la Plaza, ayer y hoy, tienen algo de escolar, mucho de superación de un aprendizaje, algo de una custodia a ideas o a situaciones que envuelven ideas, estén o no en el Palacio. Las multitudes de Galtieri mantenían una primera napa de aceptación escolar en la situación. Se iba por la confirmación de lecciones primitivas. Malvinas era asunto de un pueblo estudiantil, que hojeaba láminas apasionadas del pasado y de alguna manera los cuerpos armados también así lo entendían. Eran pensamientos que correspondían a un sueño diurno, idóneos para compensar las pesadillas de sangre. Una versión menor de la escuela la suele interpretar como dádiva y cesión de algo valioso. Pero la frustración era el movimiento mental que seguía si el magnánimo instructor mostraba la fragilidad de su figura fracasada. La plaza patriótica no podía sostenerse si convocaba a partir de su propia conciencia usurpadora. Otros gimnasios, otras pedagogías más sólidas y elaboradas, parten hoy también de la promesa. El presagio popular de la Plaza sigue en pie revisando las perdidas plazas anteriores. Y esperando las nuevas y justas multitudes.

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