EL PAíS
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A inseguro lo llevaron preso
› Por Mario Wainfeld
Una sociedad que no garantiza trabajo, estabilidad, educación, futuro a una fracción importante de sus pobladores es insegura. También lo es aquella que se caracteriza por la volatilidad de las relaciones laborales, la falta de lazos solidarios, de sistemas previsionales y de salud abarcantes. La vasta sensación de inseguridad que agobia a cualquiera que habite ese tipo de sociedad suele, por un explicable fenómeno de psicología de masas, condensarse en el temor por la inseguridad urbana. Estudiosos de latitudes bien distantes de este Sur han estudiado el fenómeno. Los sociólogos europeos Zygmunt Bauman y Robert Castel, por ejemplo, han escrito páginas memorables sobre el punto.
Bauman comienza su libro En busca de la política analizando una serie de movilizaciones ocurridas en tres ciudades de Inglaterra, desatadas por la posible presencia de un pedófilo, apellidado Cooke. Miles de personas comunes, sin tradición política previa, poblaron las calles. Bauman concluye que esas marchas son como marchas, mitines, asambleas, experiencias colectivas que personas sin lazos colectivos jamás celebraron. Y explica que unirse contra Cooke, un enemigo común de plena maldad, es un modo de enfrentar a las desdichas de cada uno. Desdichas que “no están sincronizadas. La catástrofe llama a cada puerta, selectivamente, en diferentes días, en diferentes horas”.
Nada de lo antedicho implica que no exista la inseguridad urbana, el delito callejero. Claro que existe y que en algunas sociedades prospera más que en otras. Estadísticas difundidas en estos días comprueban que Latinoamérica es, lejos, la región del planeta con más secuestros extorsivos, el delito que en estos días atrae la atención pública. Una reflexión sensata debería añadir que Latinoamérica no es la región más pobre del planeta, ni (claro) la más rica pero sí la más desigual. La coexistencia de ricos opulentos y masas de pobres algo tendrá que ver en ese fenómeno. Si arrimamos más la mira y nos fijamos en Argentina, detectaremos que nuestro país acrecentó palmariamente su desigualdad en los últimos años, aquellos en que “casualmente” creció el número de esos delitos. El llamado coeficiente de Gini, que mide matemáticamente la desigualdad, da cuenta de ese retroceso.
La conformación social argentina, donde (¿habrá de decirse “todavía”) existe una amplia capa de clase media, habilita un “mercado” muy amplio, más vasto que en otros países hermanos, para secuestradores express. Y la expandida capa de pobreza y marginalidad habilita minorías virtualmente disponibles para el crimen, como modo de vida o como recurso para zafar en el día a día.
La enumeración de esas circunstancias no busca negar la necesidad de proteger a los ciudadanos, prevenir la comisión de delitos y castigar a los que se producen. Máxime cuando está claro que buena parte del “crimen organizado” tiene extrema porosidad con fuerzas policiales y con modos de financiamiento espurio de la política. Esa lucha debe ser una política de Estado inclaudicable y en ese terreno queda mucho por hacer.
Pero sí es tiempo de alentar contra histerias muy promovidas y reclamos que parecen formularse en otras sociedades. Si un extranjero hubiera leído los diarios y hubiera escuchado la mayoría de las radios esta semana pensaría que los secuestros son el principal problema argentino. No lo son, la desigualdad, la pobreza y el desempleo la preceden en importancia. No se trata ya de causas y efectos (es otra discusión) sino de importancia relativa. Los protagonistas tienen el humano derecho de expresarse y la sociedad puede escucharlos. Pero cuando la madre de Nicolás Garnil emite una proclama autoritaria o cuando el joven Nicolás Strajman propone volver a la pena de muerte y a la justicia por mano propia, es del caso escucharlos con piedad y respeto mas apartarse de su furia y no legitimarla como “sentido común”. El sentido común imperante en la Argentina excluyó la venganza personal, aun contra terroristas de Estado impunes. Si bien se mira, el propio Strajman tuvo una conducta más cívica que sus palabras. No levantó la mano contra nadie y aceptó el seguramente duro ejercicio de declarar contra quienes lo secuestraron, torturaron y mutilaron.
La crispación, bien trabajada por quienes no son víctima de nada y sí beneficiarios de un modelo que amplió la desigualdad y el delito, conduce a histerias colectivas. Y, ya que estamos, distrae de debatir temas más permanentes que atañen a la seguridad de las gentes de a pie.
El ya mencionado Castel, en su formidable texto La inseguridad social, explica: “La represión de los delitos, la tolerancia cero, a riesgo de aumentar el número de jueces y policías, son ciertamente circuitos simplificadores frente a la complejidad del conjunto de los problemas que plantea la inseguridad. Pero estas estrategias, en especial si están bien escenificadas y se las persigue con determinación, al menos tienen el mérito de mostrar que se hace algo sin tener que hacerse cargo de situaciones más difíciles y exigentes, tales como, por ejemplo, el desempleo, el racismo, las desigualdades sociales que están en el origen de la sensación de inseguridad. Es quizá políticamente rentable a corto plazo pero es lícito dudar de que se trate de una respuesta suficiente a la pregunta ‘¿qué es estar protegido?’”. ¿Me entiende?
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