La Argentina tiene una larga tradición de desdén por las cuestiones ambientales, de acuerdo con la reseña histórica incluida en el informe GEO, de la Secretaría de Medio Ambiente. El trabajo rescata, como positivos, la agricultura promovida por los incas en el noroeste, las obras públicas del estado de bienestar en el siglo XX y casi nada más.
Hubo un tiempo que fue ecológicamente hermoso, cuando “la fuerte incidencia de la cultura incaica dio origen a una agricultura intensiva en terrazas en las laderas de las montañas, irrigadas por acequias con las que se combatía la aridez de esas zonas”. Fue antes de la conquista y sólo en el noroeste argentino. Después, “no hubo un desarrollo agrícola sustentado en la riqueza de los suelos, dado que a la falta de tradición de la mayoría de las poblaciones aborígenes originarias se agregaba el descrédito que tales actividades tenían entre los españoles”. Luego de la Revolución de Mayo, “se impuso la visión de la burguesía mercantil, que sólo perseguía la ganadería extensiva” y “la caza y la extracción forestal siguieron siendo formas incontroladas de uso de los recursos”.
Entretanto, “el crecimiento de las principales ciudades, Buenos Aires entre ellas, se dio con mínima consideración de las condiciones ambientales y de sus efectos sobre la salud”. Así fue que “los servicios de agua y desagües cloacales, luego de casi medio siglo de discusiones y proyectos, se inician entre 1867 y 1871, años que corresponden a las peores epidemias que soportó la ciudad: fiebre amarilla y cólera”.
En 1891, un 27 por ciento de las viviendas porteñas tenía agua corriente; en 1905, la proporción ya alcanzaba el 72 por ciento.
Pero, “la expansión de los servicios de agua y saneamiento, después de llegar a su cenit a mediados del siglo XX gracias al compromiso del Estado, empieza a perder dinamismo por las crisis fiscales. Comienza un paulatino abandono del compromiso contraído, que rematará 40 años más tarde con la concesión de los servicios”.