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Cromañón, culpa y peligro
Por Alejandro Kaufman*
Veinte o treinta años atrás, las cerraduras de las puertas de entrada de los edificios de propiedad horizontal estaban diseñadas de manera que se necesitara una llave para ingresar, pero no para salir a la calle. Bastaba con el picaporte. Nuestros edificios no disponen de escaleras de incendio ni de otras medidas pertinentes de seguridad, aparte de un número de matafuegos de discutible utilidad y de incierto conocimiento por parte de sus eventuales usuarios. En aquellos tiempos, al menos se podía salir de la propia casa, corriendo en caso de necesidad. Varias décadas atrás, en caso de emergencia, un niño, un anciano o una persona recién levantada de la cama en medio de la noche hallarían el escape oportuno de la eventual trampa mortal en que se puede convertir una casa en una situación de peligro.
Ahora vemos locutorios de Internet en los que se encierra a niños y adolescentes mediante una puerta a veces enrejada con un portero eléctrico controlado desde una cabina, también enrejada o protegida por gruesos vidrios. En su interior se atrinchera el encargado del local. Esta situación, análoga a la que se vive en cada una de las viviendas de propiedad horizontal, es bastante frecuente –a simple vista– en nuestra ciudad.
¿Alguien se habrá preguntado en estos años si esas medidas de clausura –por completo contrarias a la sensatez más elemental– tuvieron alguna eficacia sobre la disminución del delito contra la propiedad? Porque también cabría preguntarse qué obstáculos mortales fueron o pudieron haber sido en situaciones de peligro, de esas que no son percibidas como frecuentes, pero que a la vez no aparecen en la agenda mediática (salvo en el último mes, claro: ahora estamos al tanto de todos los incendios del mundo).
La generalización de un hábito insensato sólo se puede explicar por el pánico que el otro suscita en nuestra corroída sociedad posdictatorial. Las normas no imponen ni impiden clausurar la salida de la propia vivienda. Es suficiente con el pánico, que suspende el juicio y suscita respuestas siempre peligrosas. Es el círculo vicioso que precede a las catástrofes. ¿Nuestra reacción predominante ante el accidente? Antes que la pregunta por la disposición de los objetos, por los hábitos que merecerían ser revisados o por las medidas prácticas que se podrían adoptar, se caracteriza por un estado generalizado de crispación vengadora que pide satisfacción mediante el encierro (¡que se pudran en la cárcel!, esa horrible y reiterada expresión) del mayor número posible de culpables. No se formulan preguntas por el propio involucramiento en lo acontecido, y por lo tanto, tampoco por el involucramiento futuro, esencial para prevenir nuevos eventos. Los llamados a la no repetición son experimentados en relación con el castigo, que cambiará mágicamente el curso de la historia, sin otra intervención.
El uso del fuego marca uno de los primeros acontecimientos civilizatorios, pero no así su control. Casi por definición toda ciudad es un bocado para el fuego, y los cuerpos de bomberos son tan indispensables como los cimientos. Siendo el fuego inherente a la civilización, resulta que también es inseparable del teatro. El teatro (en un sentido amplio) es un quehacer arriesgado, tanto porque expone las emociones, los temores y las pasiones, como porque para cumplir su cometido emplea recursos espectaculares, que suelen ser inseguros: escenografías, efectos especiales, aglomeraciones abstraídas por lo que sucede en el escenario. No debería ser en absoluto digno de desprecio ni de estigmatización que los concurrentes a recitales hagan empleo de algunos de esos recursos. De lo que se trata es de evitar consecuencias catastróficas, ¿o no existen maneras de reducir el riesgo de artificios luminosos o sonoros de cualquier naturaleza? Sin necesidad de moralizar represivamente sobre el goce festivo del otro. Fiesta y teatro resultan emblemas de la libertad y son antagonistas de las cárceles, esos lugares carecientes por definición de salidas de emergencia, como sucede también con los departamentos de propiedad horizontal de nuestra clase media (dado que los más pudientes disponen de seguridad privada las 24 horas, y por lo tanto de una salida expedita). Nuestros niños y adolescentes crecieron masivamente encerrados de esa manera, con el alegado propósito de evitar el ingreso –¡y la salida!– de los delincuentes. Para ellos es natural el encastillamiento que para los adultos fue una elección timorata.
Se dijo que la seguridad de los recitales estaba ausente de la agenda parlamentaria y mediática antes del accidente de Cromañón, pero el ámbito de esa ausencia es mucho más amplio. En general, en todas las sociedades, las medidas de prevención de accidentes se adoptan cuando los accidentes ocurren, no antes. Es el tributo que pagamos las sociedades urbanas por vivir de la única manera en que es viable el habitar contemporáneo. No se conciben viviendas antisísmicas en lugares que no han padecido terremotos.
En favor de nuestros vínculos recíprocos y condiciones de vida necesitamos tomar distancia tanto del pánico como de la pulsión culpabilizadora (sin por ello suspender la responsabilidad, como debería ser obvio en un marco de sensatez). Necesitamos crear condiciones para la asunción de la complejidad que caracteriza hoy a la experiencia urbana. Son condiciones que también requiere la ineludible prosecución del duelo, esa dimensión de lo humano ofendida y lesionada por el horror de la última dictadura.
* Ensayista.
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