EL PAíS
• SUBNOTA › LUIS GUSMAN*.
Persona en pose de combate
Del vértigo de acontecimientos dramáticos y luctuosos vividos en el país en las últimas semanas, hay un hecho que me conmovió profundamente. Fue algo que pasó en la Plaza de Mayo la noche en que la gente pidió la renuncia de Cavallo.
Se trata de una imagen que, horas después, vi por televisión. La imagen de un hombre desnudo. La diferencia de un solo hombre desnudo recortado en medio de la multitud. No me sentí atraído, sin embargo, por lo escandalosa que podía resultar la escena. Tampoco por la manera en que concluyó, cuando el hombre fue llevado por la policía y metido en un carro celular. Fue detenido sin violencia, quizá porque las cámaras de televisión estaban filmando lo que sucedía. O tal vez porque lo consideraron un desquiciado. O –esta última posibilidad es una expresión de deseo– porque quedaron intimidados ante su desnudez. Como intimidaban los guerreros egipcios que desde la infancia llevaban sus cabezas rapadas, lo cual a la hora de la guerra los volvía invulnerables. Lo mismo se decía de Aníbal: “Sobre su cabeza descubierta recibía lluvias copiosas y las tempestades más violentas”.
No era un Cristo. El hombre se había desnudado en señal de protesta pero ese mismo acto cívico lo había dejado, para usar el bello título de una novela de Héctor Libertella, como Persona en pose de combate.
Porque tampoco estaba presenciando la humillación que implicaba la orden nazifascista de obligar a alguien a despojarse de la ropa ante otros, como nos muestran miles de imágenes con largas filas de hombres, mujeres y niños, marchando desnudos hacia el Holocausto. Mucho menos era un desnudo en el open theatre. Ni siquiera se trataba de una rebeldía de juventud sucedida en el París de los acontecimientos de Mayo. No: era un hombre grande y curtido. Sin duda podría haberse tratado de un pacifista, pero no fue ésa la impresión que me dio al escuchar su declaración antes de que se lo tragara el camión celular.
Lo primero que dijo ese hombre desnudo es que no era argentino pero que hacía muchos años que vivía en este país al que quería profundamente, y por eso estaba ahí. Un periodista le preguntó entonces, no sin cierta ironía, si no tenía vergüenza por estar desnudo ante tanta gente. Para sorpresa del cronista, también para la mía, porque no se trataba de otro Gran Hermano, la respuesta del hombre desnudo fue: “Por supuesto que tengo vergüenza. Cómo no voy a tener vergüenza”.
Esa noche, para ese hombre, la vergüenza no era un sentimiento bochornoso del cual renegar sino, muy por el contrario, se había vuelto, por las palabras de ese “argentino no argentino”, un instrumento de lucha. Por un momento sentí que la desnudez pública de ese hombre quería devolvernos una dignidad perdida hace tiempo, demasiado tiempo.
* Novelista y cuentista. Su último libro es “Hotel Edén”.
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