Dom 24.07.2005

EL PAíS • SUBNOTA

Ultima morada

Por H. V.

A las cuatro de la tarde de hoy los jardines de la Iglesia de la Santa Cruz, en Estados Unidos y Urquiza, se convertirán en la última morada de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor de Devincenti, Esther Ballerino de Careaga y Mary Ponce de Bianco. Allí mismo fueron secuestradas las dos últimas, en diciembre de 1977, mientras se reunían con otros familiares. A Azucena se la llevaron al día siguiente de su casa en el Gran Buenos Aires. Tuvo tiempo de insistir a sus compañeras que no desistieran de publicar la primera solicitada que denunciaría la situación de los detenidos-desaparecidos en la Argentina. Para lograrlo debieron someterse a las humillaciones que les impuso el diario La Nación, que no aceptaba el pago con los billetes chicos y las monedas reunidos en la colecta y les exigió billetes grandes cuando ya habían cerrado los bancos donde pudieran conseguir cambio. También tuvieron que conseguir una máquina de escribir para pasar los nombres de los firmantes, porque La Nación no los aceptaba manuscritos. Las tres, junto con otra decena de personas arrebatadas de la misma Iglesia o pocas horas después como parte del mismo operativo, fueron conducidas a la Escuela de Mecánica de la Armada, torturadas y luego asesinadas. Los restos de Azucena, Esther y Mary fueron identificados este año por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Habían sido sepultadas en el cementerio de general Lavalle, como cadáveres NN arrojados por el mar a las playas de Santa Teresita.
La Santa Cruz era (y sigue siendo) la Iglesia de los pasionistas, una orden que cobijó a los perseguidos sin medir riesgos, a contramano de la política del Episcopado de colaboración con la dictadura. Uno de sus miembros, el sacerdote Federico Richards dirigió en esos años terribles el diario de la colectividad irlandesa The Southern Cross o La cruz del sur. Cuando murió, hace ocho años, sobre el ataúd del viejo Fred fue colocada su máquina de escribir y un pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo. La colección de ese diario es fuente ineludible para cualquier investigación sobre la época y motivó reiteradas protestas de la Conferencia Episcopal, por su irreverencia con los obispos colaboracionistas y los militares que mataban con la cruz al cuello. Es una parábola perfecta el que, por decisión de sus hijos, vuelvan a la Santa Cruz las mujeres que fueron arrojadas al mar con la bendición de la jerarquía eclesiástica, que aprobó el método escogido por la ESMA por considerarlo “una forma cristiana de muerte”. Nadie sabía mejor que los marinos del grupo de tareas de la ESMA, que había infiltrado al grupo, que ni las Madres, ni las monjas francesas que las acompañaban, Léonie Duquet y Alice Domon, tenían relación con organizaciones armadas. Lo que intentaban era abortar el incipiente movimiento en defensa de los derechos humanos, cuyo potencial habían previsto con acierto pero al que creían poder quebrar por el terror. Los organismos que hoy continúan esa lucha las despedirán en los jardines de la Santa cruz, con el compromiso de llegar a la identificación y el castigo de todos los responsables del terrorismo de Estado. Su regreso a la tierra al mismo tiempo que la Corte Suprema de Justicia declaró la inconstitucionalidad de las leyes que impedían ese propósito tiene también una dimensión simbólica. Parece más cercano el día en que Azucena, Esther y Mary puedan descansar en paz que aquel en que la jerarquía eclesiástica asuma sus responsabilidades. Ante el propósito anunciado por Kirchner de asistir en El Chamical a la conmemoración por el asesinato del obispo Enrique Angelelli, la Iglesia decidió el traslado de la ceremonia a otra fecha, para que no coincida con la visita presidencial. El pretexto fue no politizar los actos. A casi tres décadas la Iglesia sigue sin reconocer el martirio de Angelelli, como tampoco lo hizo con el asesinado obispo salvadoreño Arnulfo Romero.

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