Mar 02.08.2005

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

Gentes de mala ley

› Por Mario Wainfeld

Dos cosas llaman la atención respecto del escándalo de la ley laboral. Una es el nivel de corrupción con que se alumbró, que será resaltado hoy por la frondosa decisión que firmará el juez Daniel Rafecas. La otra, no menos brutal, es la perversa y equivocada lectura de la realidad que indujo al gobierno de la Alianza a procurar su votación, por cualquier medio, a como diere lugar.
Fernando de Santibañes tuvo el curioso honor de participar en ambos desaguisados. Ideólogo menor de una derecha rancia, era uno de los tantos convencidos de que flexibilizar aún más el mercado de trabajo era un paso necesario para restaurar el ciclo virtuoso de la economía. “Los mercados” y los organismos internacionales habían transformado esa ley en una de sus sucesivas, acumulativas, infinitas pruebas de amor. Terminar con las “rigideces” era el camino del Paraíso según los gurúes de afuera y de adentro. Palabra de Dios para el catecismo de quienes ocupaban por entonces la Casa Rosada.
Buena parte de los radicales más o menos progres y algunos frepasistas pensaban parecido. Cómo no iba a postularlo De Santibañes, un rudimentario integrante del CEMA, cuyo saber económico era tenido en menos aún por sus amigos. “Es un buen discípulo de la Escuela de Chicago. Un discípulo de tercer o cuarto año”, lo trataba con cariño uno de los tantos economistas de postín del gabinete que lo quería bien, pero que era celoso de respetar las incumbencias académicas.
Amén de la insensibilidad social que rezumaba la reforma, el tiempo probó que el diagnóstico respectivo era del todo equivocado. La norma se dictó, la política económica (fundada en la búsqueda de inalcanzables equilibrios fiscales y reincidente en tomar decisiones recesionistas) condujo al país a una crisis inédita. En esa torcida lectura ideológica, vacía hasta de sensato pragmatismo, confluyó casi todo el gobierno de la Alianza. Santibañes fue uno más, acaso calificado por su cercana amistad con el presidente Fernando de la Rúa.
En la urdimbre de la compra de voluntades, todo lo sugiere, Santibañes fue una pieza esencial, pero no la mayor ni la única. Tal vez sea exagerado pensar que llegó a la Secretaría de Inteligencia del Estado con ese cometido u otros similares. Seguramente recaló ahí por descarte, tal como los gorditos van al arco en los partidos de potrero. Sencillamente porque el presidente quería tenerlo cerca y no le encontraba un lugar funcional.
Santibañes hacía gala de su desdén por lo estatal. Solía llamar “gerentes” a los ministros y “clientes” a los ciudadanos, para sugerir la superioridad de lo privado sobre lo público. Pero, ay, hasta su dilecto amigo percibía que el millonario no calificaba para ocupar con decoro de gestión ninguna cartera del gobierno.
Quizá la función hace al órgano. Lo cierto es que, una vez aposentado en 25 de mayo 25, Santibañes le tomó el gustito a la intriga, a la disponibilidad de recursos sin transparencia y a ser el genio de la botella que cumplía los deseos de su amigo, el Presidente, con quien compartía un whisky o tres casi todos los atardeceres. No muy tarde, eso sí, porque su presentismo y su contracción al trabajo no eran dignos de mención.
Santibañes fue un paracaidista, aterrizado en el gobierno por ser algo así como un integrante honorario de la familia presidencial, despectivo de la política, carente de toda experticia previa, de escueta formación profesional. Que haya llegado tan alto es toda una señal acerca de la selección de elites en este desdichado país. Elites no sólo gubernamentales porque el hombre –que se hizo rico de modo asombrosamente veloz en medio de un gobierno radical y favorecido por furibundos cambios de timón de la política financiera– también fue vicepresidente de Adeba. Es también un signo epocal que un fundamentalista de la iniciativa privada haya participado en una componenda que quedará en los anales de las peores transacciones entre los partidos tradicionales.
Santibañes fue un arribista sin pertenencia partidaria ni militancia previa. Pero, como ocurrió con María Julia Alsogaray, su arrasadora presencia testimonia la decadencia (moral y programática) de los partidos tradicionales cuya omertà es una prueba más de su defección.
La confesión de Mario Pontaquarto, que el fallo de hoy rehabilitará y que siempre sonó creíble (ver nota central), demostró que Santibañes cumplió en el escándalo de las coimas un doble rol, el de recaudador y el de suministrador del dinero.
Mucho talló Santibañes, en la doble acepción del término, pero no lo hizo todo. Quienes trataron con el personaje saben que jamás pudo ser él quien articuló las tratativas con los compañeros peronistas que estaban, por así decirlo, del otro lado del mostrador. Otros han de haber operado los arreglos, porque dadas sus limitaciones políticas y hasta su falta de conocimiento personal, Santibañes no calificaba para urdir un pacto de esa naturaleza. Quizá pueda probarse, quizá no, quizá el hombre quede más enredado porque dejó más huellas. Pero nadie podrá dudar de que hizo lo que hizo con órdenes o anuencia de la Corona.

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