EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La lección: No es un caso único en el formidable laboratorio de medios que es la realidad argentina pero Alfredo Fanchiotti es un asesino hecho, derecho y alevoso que se hizo conocer por el público después de sus crímenes. Le sobraron micrófonos al entonces comisario de la Bonaerense y a fe que muchos no lo trataron nada mal en su cuarto de hora mediático. El tiempo diluye los recuerdos, muchos no tienen por qué rememorarlo pero durante toda la tarde del 26 de junio de 2002. Fanchiotti hizo un verdadero raid periodístico proponiendo una versión inverosímil de los asesinatos de los pibes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Una versión que (aunque hoy parezca absurdo) fue divulgada con enorme transigencia por una importante cantidad de comunicadores y contó con el aval del poder político nacional y bonaerense.
Los medios electrónicos, en gran medida, y los diarios de la mañana siguiente (en buena proporción) acompañaron el relato de Fanchiotti que eximía de culpa a las agencias represivas del Estado y descargaba la culpa sobre los propios integrantes del movimiento de desocupados. Muchas transmisiones se solazaron en mostrar un colectivo incendiado (seguramente por manos serviciales, de inteligencia) como testimonio de la irrefrenable violencia piquetera. La conclusión ulterior era que esa violencia, quizá, había llevado a un tiroteo “entre ellos”, como pretendía el Gobierno.
La fábula se desbarató cuando el 27 de junio aparecieron las fotografías que serían publicadas el 28, dos días después de los crímenes, en tres diarios nacionales, uno de los cuales fue Página/12. La mentira, sostenida por un criminal con marcadas dotes de psicópata y validada por personas más presentables, no resistió el peso de la información que llegó de la mano de fotógrafos aguerridos que pusieron mucho esa tarde feroz en el sur del conurbano.
La evocación sirve para subrayar el peso de la información, que en este caso fue irrefutable. Pero, hilando apenas más fino, para resaltar la importancia del pluralismo en materia de medios. La multiplicidad de cronistas y fotógrafos (si bien se mira) hacía desde el vamos imposible que una añagaza urdida desde el poder político tuviera chances de sobrevivir, ni siquiera mediando una aquiescencia extendida en muchos medios y comunicadores.
El desafío: El veredicto conocido ayer, acogiendo un reclamo de los familiares de las víctimas que actuaron como querellantes, faculta a seguir investigando las eventuales responsabilidades penales de los funcionarios del gobierno duhaldista. Como señaló este diario desde el primer día, fue patente que el gobierno de Eduardo Duhalde promovió un clima propicio para inducir a la Bonaerense a la represión feroz o ilegal. Todos los mensajes del gobierno, en especial los del jefe de Gabinete Alfredo Atanasof, pintaban un escenario bélico que contenía, cuando menos, un mandato implícito para los uniformados. El ridículo background informativo e ideológico lo proveía “el Gringo” Carlos Soria, por entonces Secretario de Inteligencia del Estado, quien construyó un mitológico relato acerca de la inminencia de una revolución armada liderada por dirigentes de desocupados y partidos de izquierda.
Tras la masacre, el gobierno nacional y el bonaerense dieron crédito pleno al mito propagado por Fanchiotti en algo que, desde el punto de vista político, merece llamarse encubrimiento, así como su obrar previo merece el mote político de instigación.
Desde luego, esos reproches, que este cronista sostiene desde el 26 de junio de 2002, no equivalen a la consagración de la culpa penal que se mide con parámetros mucho más rigurosos que la política en la que sobradamente incurrió buena parte del gobierno duhaldista. En los trámites penales, entre otras cosas, rige el principio de la presunción de inocencia que nuestra legislación, correcta y generosa, extiende a cualquier acusado o sospechoso. Demostrar que hubo instigación, complicidad o encubrimiento será, eventualmente, difícil. Pero es un logro del sistema democrático, con todas sus imperfecciones, que esas conductas se investiguen, que los involucrados hayan debido declarar en sede judicial y que posiblemente deban volver a hacerlo. Lo deseable, lo que habilita el correcto veredicto del Tribunal Oral, es que dispongan de todas las garantías y que haya un trámite judicial cabal.
Fuera cual fuera el resultado final, dado que los alcances de la responsabilidad penal y la política no son idénticos, no estaría nada mal que el sistema político paliara una deuda, que alguna vez fue promesa. Los crímenes ameritan una comisión investigadora parlamentaria o de notables que explore todas las responsabilidades. Claro que debió hacerse antes y que el paso del tiempo dificulta de la búsqueda de la verdad. Pero, como en tantos otros casos, sería mejor hacerlo tarde que nunca.
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