EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
El Estado argentino, luego de la política deliberada para su desestructuración, no tiene muchas herramientas eficientes para intervenir en mercados de productos masivos. Los países “serios” admirados por el establishment y que consultores de la city muestran como ejemplos a imitar tienen una participación relevante en la orientación de precios que consideran sensibles para el bolsillo de la población. Orientación no es lo mismo que fijación, ni control ni determinación de precios máximos. Simplemente, se trata de la intromisión de un tercer protagonista –el Estado– que busca mediar en mercados donde la ley de la oferta y la demanda funciona, pero no en forma perfecta como enseñan los libros de texto.
Durante la década del ’80, en el edificio donde hoy habita la Secretaría de Industria, en Diagonal Sur, funcionaba la Secretaría de Comercio con una dependencia que se ocupaba de llevar un seguimiento de precios. Por ejemplo, los laboratorios debían informar las alteraciones en sus listas, cambios que tenían que ser permitidos por las autoridades competentes según un análisis de costos, estudios que muchas veces estaban influidos por circunstancias políticas y la situación económica.
Hoy, ese mecanismo sería inmediatamente calificado, con ese tono exagerado que resulta habitual en estos últimos meses, como un intervencionismo chavista. Esa política de fiscalización oficial fue erosionada, con una activa campaña de divulgadores mediáticos, hasta hacer eclosión en el desafortunado caso de los pollos de Mazzorín. Ese fue el comienzo del final de un Estado mediador en mercados donde la mayoría está en posición débil. Ese Estado terminó siendo desarmado en los ’90, desapareciendo la Secretaría de Comercio con todos los técnicos y funcionarios especializados en el tema precios. Esa destrucción tenía su lógica en el Estado ausente y en la aceptación de un orden natural respecto de que el grande se come al pequeño, y el frágil tiene que subordinarse al poderoso.
La recuperación de esa función imprescindible del Estado no se hace de un día para otro, ni está exenta de tropiezos, de exabruptos y de emprender caminos hacia callejones sin salida. Pero resulta importante esa tarea aunque poco efecto tenga en el índice mensual de precios. Es cierto, como dicen los economistas en pronósticos errados, que los acuerdos de precios no frenarán la inflación debido a que existen varias causas que explican los ajustes. En cambio, no es verdad, como también ellos dicen, que esos pactos generan una inflación reprimida, que liberada del corset impuesto por el Gobierno se disparará. Esto no sucederá porque, en realidad, la actual intervención del Estado juega más en la determinación de las ya elevadas tasas de ganancias de las compañías formadoras de precios que en los precios en sí. Esas firmas, ante la actual suba de costos (salarios, energía, alquileres), previamente reducidos violentamente con la megadevaluación, aspiran a preservar márgenes extraordinarios y se resisten a retroceder a tasas de ganancias “normales”. Ajustan precios ante la mejora de la demanda y así trasladan al consumidor la suba de costos que contabilizan. El Estado, en una forma que inicialmente fue torpe y que lentamente va puliendo, trata de “normalizar” tasas de ganancias más que fijar precios.
Se sabe que los acuerdos en cuanto a la inflación sólo pueden frenar su espiralización, como quedó reflejado el mes pasado, pero no la reiteración de índices molestos con un piso en el 1 por ciento mensual. Esos acuerdos precios buscan en sí intervenir en una puja distributiva, que el establishment prefiere focalizar en los salarios y no en las aspiraciones a mantener utilidades extraordinarias que se reflejan en los balances de las empresas líderes presentados en la Bolsa de Comercio.
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