EL PAíS • SUBNOTA
Son tres monos que con las manos se tapan los ojos, la boca y los orejas. Es un gesto conocido, como el del afiche de la película Ciegos, sordos y mudos. Hechos de yeso, con las terminaciones de un regalo barato. Están sobre el extractor de la cocina de Ema Montero, empleada de limpieza de la empresa Rams. Trabaja en la base de la petrolera Bolland en el yacimiento de Repsol en Los Perales. “Es un recuerdo que me trajeron mis hijos de Los Antiguos (localidad turística a 250 kilómetros de distancia)”, dice. Ema no entiende demasiado el interés por el adorno. Pero los tres monos son un símbolo de Las Heras. Porque nadie sabe nada, ni ve nada, ni dice nada. Tampoco la Justicia. El silencio es una tradición en esta ciudad de la estepa patagónica. Y no es por costumbre. Es por miedo.
En las vidrieras de los negocios está pegada una carta “a la comunidad de Las Heras”. Está firmada por la esposa de Jorge Sayago, Lorena Castro, y convoca a una marcha de silencio para pedir justicia. Será mañana a las 18, desde la municipalidad hasta la comisaría. Algunos vecinos creen que la movilización, a la que se plegó con cierto entusiasmo la mayoría de los comerciantes, no tendrá mucho apoyo. Y son pesimistas. “Acá las marchas del silencio no sirven para nada”, dice Ricardo Merlino, enfermero del hospital. Merlino habla con conocimiento de causa. Su hermano Vicente murió de un balazo en la cabeza en mayo de 1996. El hecho sucedió en un bar –un eufemismo, porque casi todos los bares son cabarets o prostíbulos– que se llamaba La Gota Fría.
“En Las Heras no se resuelve nada. Las historias se repiten”, dice Merlino desde la puerta de su casa. La pared tiene una pintada que sobrevive al paso del tiempo: “Vicente Rodolfo Merlino. Fue asesinado. 15-5-96”. La vivienda es humilde. En el patio del costado hay un Ford Fiesta rojo, en mucho mejor estado. “Yo sé quién es el asesino de mi hermano. La policía fue cómplice. Y la Justicia me decepcionó”, se queja. Y no quiere hablar más del caso: “Pasaron muchos años y todavía me duele”. Como la mayoría de sus vecinos, el enfermero se acostumbró a callar cuando un tema es delicado. La noche del lunes 6 de febrero estuvo de turno en el hospital. Le tocó socorrer a los policías heridos que habían sido baleados frente a la comisaría. “No vi nada, pero escuché nombres y apodos. Me asusté mucho cuando me di cuenta de que la ambulancia estaba recibiendo tiros”, recuerda.
–¿Declaró ante la jueza? –pregunta Página/12.
–Sí, pero algunas cosas se me olvidaron –responde con una sonrisa que busca comprensión.
En el archivo del semanario La Ciudad, el único medio periodístico de Las Heras, todavía recuerdan la muerte de Vicente Merlino. La causa fue caratulada como “tentativa de suicidio” y la explicación oficial era que Merlino jugaba con un revólver 32. “Qué linda noche para pegarse un tiro”, habría dicho antes de gatillar. Pero la declaración de un menor contradijo esa hipótesis: Merlino habría sido asesinado por el sobrino del dueño del bar, Walter Delgado. La Justicia no pudo resolver el hecho. Una testigo clave no se presentó nunca y dos pericias realizadas para encontrar rastros de pólvora llegaron a conclusiones opuestas.
En Las Heras es común que la Justicia no logre despejar las sospechas ante una muerte dudosa. Los casos pasan a sumarse a la elevadísima tasa de suicidios. Sergio Chocobar, policía de 23 años, apareció malherido en su casa el 15 de agosto de 2005. Tenía un tiro de 9 milímetros en la cabeza. La causa volvió a ser caratulada como suicidio. Pero la prueba de parafina no detectó marcas de pólvora en sus manos. En la ciudad aseguran que Chocobar estaba investigando a las autoridades de la comisaría 2ª –la misma que fue baleada hace dos semanas–, el comisario Leonardo Fuentes y el subcomisario Bustos. La policía siempre lo desmintió. Meses después, el gobierno de la provincia relevó a Fuentes y luego a Bustos, complicado por la fuga de dos presos.
La calle principal de Las Heras se llama Perito Moreno. A la noche se llena de autos que la recorren a paso de hombre. En ambas veredas hay bares y cabarés. También en las calles laterales. Tienen nombres oportunos, justos para la ocasión: Vía Libre, Moulin Rouge, Papillon, Míster, El Amanecer, Brujas. Son el recreo módico del hombre solo. Pero las luces rojas y las fonolas con cumbia y cuarteto pueden ocultar una trama siniestra: hace un mes, el Juzgado Federal de Comodoro Rivadavia realizó un allanamiento en el bar Vía Libre. Se encontraron chicas menores de 18 años que no tenían sus documentos. Habían llegado desde Salta, Formosa, Tucumán, tentadas por avisos clasificados que pedían secretarias, administrativas o empleadas domésticas. “Es una red de prostíbulos que regentea gente muy conocida”, cuenta a Página/12 un periodista local que conoce el otro mundo de Las Heras.
Sin condena
El alcohol a veces termina en peleas a cuchillo. “A fines del año pasado un hombre que trabajaba en el campo, Moreira, se peleó en la fiesta del centro de jubilados. Vinieron los milicos y se lo llevaron. Al otro día apareció muerto con un golpe en la cabeza”, cuenta Ema Montero. Entrerriana de Paraná, emigró al sur con sus cinco hijos después de separarse. Su marido era violento. La siguió al Sur. Dice que la amenazó con cortarle el cuello y que la policía no hizo nada. “Para qué se meta la Justicia, ¿qué hay que hacer? ¿Tenés que dejarle que te pegue un tiro, que te haga una puñalada, para que la policía lo meta preso?”, se pregunta, nerviosa, mientras camina por la cocina.
En Las Heras nadie se asombra si aparecen cadáveres degollados, como los de los changarines David Walker y Orlando Navarro. Dos amigos que se habían juntado a comer asado y tomar vino. Se durmieron borrachos. Nunca se despertaron. “Estuvo preso el hermano de Walker, César, pero decretaron la nulidad por un mal procedimiento”, informa una fuente de memoria prodigiosa y archivo actualizado. Otro caso sin resolver fue el crimen de Lisandro Ferreira, hijo del dueño de Oleosur, una de las empresarios que presta servicios para Repsol. Apareció con un tiro en el cráneo el 11 de agosto de 1996. Nunca se supo quién fue el asesino.
Los delitos que no llegan a resolverse son un dolor de cabeza para el Poder Judicial. La ex jueza de instrucción de Pico Truncado (ahora en Caleta Olivia), Cristina de los Angeles Lembeye, tuvo varios problemas de ese tipo. Algunas causas no avanzaron por cometer errores en el procedimiento. La jueza Graciela Ruata de Leone, sucesora de Lembeye, parece querer evitarlo. Tiene sus razones. Está a cargo de la investigación del crimen de Sayago y sabe que la resolución del caso interesa mucho a los gobiernos nacional y provincial. Y también están los periodistas de Buenos Aires.
María Vargas tiene 59 años y 15 hijos. Estuvo casada con un cacique mapuche y se vino a Las Heras bajando desde San Antonio Oeste, Río Negro. El 1º de diciembre de 2004 uno de sus hijos, Germán Hueche, fue atropellado a propósito por el chofer de un camión con tanque atmosférico. Germán tenía 17 años, trabajaba de albañil. La noche del accidente había ido a una fiesta de quince. “El que lo atropelló se llama Víctor Azúa. Lo pisó a propósito porque Germán lo había mojado con cerveza. ‘A estos borregos cuando los agarro los paso por encima’, dijo antes de atropellarlo. Germán tuvo 23 días de agonía. Su amigo Ramón Reyes quedó parapléjico. Azúa se fue a Comodoro. Y la policía me dijo que no tenían suficientes agentes para ir a buscarlo”, cuenta María. Termina el relato y muestra una foto de su hijo.
Son muchos casos. Merlino, Chocobar, Moreira, Walker, César, Ferreira, Hueche. En Las Heras dicen que hay más. Los familiares de Merlino y Hueche organizaron marchas de silencio. Pero Las Heras no cambió sus hábitos. “Al principio me apoyaron un poco. Pero después no, y todo se empieza a enfriar y uno comienza a resignarse”, dice María Vargas. Si ella, que es evangelista y construyó un templo al lado de su casa, muestra tanto escepticismo, ¿qué queda para los demás?
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