EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Sergio Moreno
El oficialismo se encamina a aprobar la reforma al Consejo de la Magistratura patrocinada por la Casa Rosada. A pesar de este triunfo en ciernes –habrá que esperar la votación final–, hay importantes voces en el propio kirchnerismo que no se sienten cómodas con la metodología empleada para impulsarla y consideran que eso no será gratis. “Vamos a pagar un costo político importante por un proyecto que no es del todo bueno”, dijo un importante operador del Gobierno a Página/12.
El Consejo de la Magistratura es un órgano que nació con la Reforma Constitucional de 1994, cincelada por los acuerdos entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín. Esta alquimia engendró un cuerpo colegiado macrocefálico, pesado, burocrático y de efectividad cuando menos cuestionable. Calidades que se magnifican al analizar las virtudes de su gemelo, el Jury de enjuiciamiento, un organismo que goza de las peores cualidades del Consejo pero además actúa contadas veces al año, a pesar de que sus integrantes –sus muchos integrantes– gozan de las prerrogativas de funcionarios de dedicación exclusiva.
Prácticamente general fue, hasta el inicio del debate, el consenso para modificar estos institutos. A excepción de algunas corporaciones beneficiadas por las formas de los mismos –jueces y abogados–, con sus diferencias y sus matices la dirigencia política mayoritariamente reconocía las falencias del Consejo y del Jury.
Pero la forma en que el oficialismo impulsó su iniciativa, y las características específicas de la misma, transformaron el debate en una confrontación en la que no siempre la oposición supo especificar sus querellas al respecto (aun hoy varios dirigentes del centroizquierda se arrepienten en privado de la foto que se tomaron, a fines de 2005, con la derecha más rancia para oponerse a la iniciativa).
El proyecto oficial impone reducir la cantidad de consejeros de 20 a 13, y la merma recaería en todas las representaciones de manera tal que al oficialismo le quedarían cinco lugares. La oposición sostiene que tal número, connotado por la reducción de las otras representaciones, le otorgará al oficialismo un poder de veto sobre las decisiones del resto. Hay quien, desde la oposición, adjunta que la reforma es inconstitucional.
A primera vista, la modificación se ajustaría a la letra de la Carta Magna, habida cuenta de que en la misma se propone, genéricamente, procurar el equilibrio en la representación de los integrantes, frase jabonosa propia de los términos en que menemistas y alfonsinistas dieron vida a este Golem.
Sin embargo, el oficialismo bien podría haber conversado previamente con sectores de la oposición afines y con las ONG especializadas en estos asuntos. Contrariamente, nadie fue consultado y se escuchó la voz de estos actores cuando el oficialismo había definido los contenidos del proyecto. El resultado de esta cerrazón, más allá de las prerrogativas que tienen las mayorías populares, se expresó en diversas formas. Una de ellas es la decisión de los diputados que responden al cordobés Luis Juez (un aliado del Gobierno) de no acompañar el proyecto. Otra, es la política de seducción a prueba de deglución de sapos que Rossi y el oficialismo están desplegando con los hasta ayer acérrimos enemigos internos: el abrazo del presidente Néstor Kirchner con el ex jefe de Gabinete de Eduardo Duhalde, Alfredo Atanasof, es una muestra de esta gimnasia.
El oficialismo ha apuntado, entre tantos otros, al duhaldismo residual para juntar los votos que necesita hoy en el recinto. De tal manera, Carlos Ruckauf, un hombre de ideas fascistoides –y de accionar en consecuencia cuando fue gobernador bonaerense, antes de su fuga–, está siendo tentado por las sirenas de la Rosada. Ruckauf, a quien no se le puede achacar ingenuidad en ninguna de sus acciones, aprovecha estas carencias oficiales y se expone como un “apoyo crítico”, a pesar de sus ansias por reciclarse en las aguas del kirchnerismo.
Los gestos hacia Atanasof no terminaron en el abrazo presidencial. El ministro del Interior, Aníbal Fernández, es un histórico enemigo del sindicalista municipal, antiguo halcón duhaldista. Tal es la inquina que siente por Atanasof que Fernández no balbuceó una sola vez cuando declaró en su contra, ante el tribunal oral, por los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Ahora, acorde a las necesidades oficiales, y demostrando la vocación de soldado presidencial, el ministro estaría por levantar dos querellas judiciales que había iniciado con el antiguo jefe de Gabinete de Duhalde. “Al Gobierno no le importa que haya sido uno de los principales impulsores de la candidatura de Chiche (Duhalde) contra Cristina (Fernández). Tampoco que hasta hace un mes y medio haya estado negociando con (Horacio) Rodríguez Larreta su transfugueada y la de algunos otros duhaldistas a las filas de (Mauricio) Macri”, sostiene, con cierta amargura, un legislador bonaerense, oficialista cerril, ante Página/12.
“La gente no entiende nada –reflexiona un importante operador del gobierno nacional–. ¿Para qué nos enfrentamos a Duhalde si ahora reciclamos lo peor que tenía? ¿O acaso Atanasof y Ruckauf son mejores que Duhalde?” La queja, moderada, suena en sordina en el Parlamento, entre varios hombres que trabajan para transformar la iniciativa oficial en ley.
De aprobarse en la jornada, quedará como un ejercicio de historia contrafáctica imaginar qué hubiese ocurrido si este proyecto –necesario para mejorar la administración de justicia y la calidad, capacidad, honorabilidad y honestidad de los jueces– hubiese sido consensuado, al menos con quienes piensan de manera parecida al Gobierno. Pero eso es, ahora, una ucronía.
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