EL PAíS • SUBNOTA
› Por P. L.
“Usted mismo puede darse cuenta: no se siente olor”, señala Ramiro Omilpiay, frente a su carpintería en plena ciudad vieja de Pontevedra, y el cronista acuerda en que allí, a unos tres kilómetros de la planta, ya no siente el olor que advirtió al llegar a la ciudad. El carpintero, como muchos pontevedreses, tiene parientes en la Argentina, un primo en su caso, y recuerda una visita familiar hace años, cuando los sistemas de la planta todavía no habían mejorado: “Me preguntó si había algún caño cloacal roto en la casa, pero toda la ciudad olía así, sobre todo con viento sur”. Hoy día, Omilpiay prefiere que la planta permanezca en la ciudad: “Si la llevan a distancia, aumentarán los costes de transporte y quizá no pueda sostenerse y se perderán fuentes de trabajo”.
En cambio Pilar Vega, quien tiene un puesto de pescado en el mercado de Pontevedra, sostiene que “hay que sacar la planta de celulosa de la ciudad, porque con el olor que tiene no se puede respirar”.
“Pero esos olores no son continuos”, le discute Loli Outón, desde su puesto de carne. Loli también tiene familiares e incluso vivió en la Argentina, “cerca de la Plaza de Mayo”.
Pilar admite que no son continuos pero “cuando sueltan las compuertas, hay olor a cloaca, no se puede abrir las ventanas. Ni así (se tapa la nariz) podemos andar; pican muchísimo los ojos. La gente alérgica no puede vivir aquí, y los frutales se queman”.
“Lo de los frutales es cierto. Ha sucedido con los de mi hermana”, admite Loli. “Pero –agrega, mirando al visitante– si lo vemos desde los puestos de trabajo, es mejor que esté. Porque es una cadena: cierra la planta, cierran bares, y ya no vendrán a comprarnos.”
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