EL PAíS
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La patria sin máscaras
Por Patricia Pasquali*
En general, el movimiento emancipador sudamericano comenzó por reducirse al intento de las burguesías criollas capitalinas de desplazar a los peninsulares de los órganos de gobierno y del dominio del tráfico mercantil, por medio de revoluciones de “guante blanco”, cubiertas bajo la prolija modalidad institucional del Cabildo Abierto y de las que emanaron las juntas gubernativas controladas por los hijos del país. Estos, vengando así su prolongada postergación, se presentaban no como rebeldes sino como los herederos legítimos de la autoridad real, ante el vacío de poder generado por el derrumbe metropolitano a raíz de la invasión napoleónica. Esta actitud prudente y legalista no consiguió, sin embargo, evitar la reacción de los perjudicados, la burocracia colonial, los comerciantes monopolistas, la jerarquía eclesiástica, dispuestos a la resistencia y prontamente apuntalados desde el virreinato peruano, convertido en verdadero baluarte de la reacción. Por otro lado, la proclividad de la dirigencia revolucionaria a encerrarse en estrechos círculos, reveladora de su concepción elitista de la soberanía popular y su prematuro faccionalismo, que aun en los momentos de extrema gravedad la obnubiló haciéndole subvertir el orden lógico de prioridades, sumaron nuevos obstáculos en su marcha hacia la toma del poder. Quedaba así abierta una situación de crisis determinada por el agotamiento de un régimen de dominación anacrónico que, resuelto a ejercer una creciente represión, se negaba a aceptar resignadamente su extinción; y el avance de nuevos sectores sociales conscientes de su identidad americana diferenciada de la peninsular, deseosos de librarse del dogal colonial y tomar en sus manos la dirección del propio destino, aunque muchos serían los escollos por sortear.
Aunque la dura realidad de la guerra pronto echaría por tierra las vanas ilusiones de alcanzar un inmediato bienestar, pocos patriotas llegaron a comprender que una vez emprendido el camino de la autodeterminación no cabían las medias tintas, ni las contramarchas, ni los disimulos, ni los dobles discursos. La Patria, no la de los padres, sino la que había que forjar para los hijos, la Patria americana independiente, la Patria de la libertad y la igualdad era sin duda la meta común, pero el error consistió en pensar que se la pudiera alcanzar por otros medios que no fuera una lucha denodada y sin tregua. Miseria, sangre y sacrificios sin cuento serían su costo, porque se trataba nada menos que de vencer o morir. Creer en la provisionalidad de los enemigos o subestimarlos era una ingenuidad suicida, ya que las protestas fidelistas no podían ya engañar ni al más crédulo de los godos. Y esa Patria, además, no podía ser el resultado de la voluntad de un puñado de iluminados, sino el de una gesta colectiva, y para ello era preciso extender ese sentimiento de fe en sí misma, de amor propio ciudadano, tan marcado y nítido en la clase ilustrada porteña, a todos los pueblos del interior del virreinato, venciendo su recelo conservador ante las pretensiones hegemónicas de la capital. Había que hacer de esa Patria una Bandera tras la cual se encolumnaran sectores sociales cada vez más amplios.
Hubo un hombre, Manuel Belgrano, que comprendió esta necesidad con clarividencia meridiana, y no por casualidad. Había sido uno de los primeros en concebir como posible el ideal emancipador que había fomentado como nadie: al principio, desde su puesto de secretario del Consulado con sus proyectos de desarrollo autónomo económico-social, más tarde a través de la táctica carlotista, después lanzándose a la conspiración y tratando de ganarse el apoyo del sector castrense criollo y, finalmente, siendo unprotagonista de primer orden en los días de Mayo, para improvisarse inmediatamente militar a fin de cubrir las demandas de una causa que implicó para él una exigencia suprema.
La ambigua actitud asumida por el Triunvirato no podía satisfacer las aspiraciones independentistas, sobre todo cuando ellas fueron atizadas por la noticia de la declaración de la independencia de Venezuela, que invitaba a seguir ese valiente ejemplo. Lo único que se logró arrancar al gobierno fue la autorización del uso de la escarapela nacional celeste y blanca el 13 de febrero de 1812, a petición de Belgrano, para distinguir a sus tropas de las adversarias; pero pronto este mismo jefe –que se encontraba en Rosario activando los trabajos de fortificación de las baterías costeras destinadas a interceptar el paso de la escuadra realista por el Paraná, a las que no por casualidad bautizó Libertad e Independencia– dio un paso más avanzado: se atrevió motu proprio a crear la primera insignia argentina de idénticos colores, con el “deseo de que estas Provincias se cuenten como una de las naciones del globo”. El 27 de febrero de 1812 el joven Cosme Maciel tuvo el honor de izarla, luego de escuchar emocionado las instrucciones que le diera el coronel: “Vea si está corriente la cuerda y ate bien la bandera para llevarla bien alto, como debemos mantenerla siempre”.
Belgrano recibió una segunda y más enérgica reprobación cuando en Jujuy decidió aprovechar la celebración de las fiestas mayas para hacer bendecir y jurar su bandera para contrarrestar la indiferencia que había encontrado por esos parajes. Seguramente su actitud con respecto al uso de la bandera haya cambiado cuando, contra las órdenes del gobierno que le ordenaba retroceder hasta Córdoba, decidió acertadamente desobedecer y enfrentar al enemigo en Tucumán el 24 de setiembre. Su victoria apresuró el derrocamiento del Triunvirato. En lo sucesivo, sabedor del valor de los símbolos, seguiría enarbolando una y otra vez –en 1812 se fabricó la más antigua que se ha preservado, en 1813 marchó con otra sobre la que hizo estampar por primera vez el escudo nacional, y pocos días después marchó con otra hacia el Alto Perú–, nuevas banderas celestes y blancas para sembrar en los corazones del pueblo la semilla del amor a la Patria que el paño bicolor representaba.
Hoy estamos nuevamente ante una profunda crisis: un viejo régimen en el que ya nadie cree se atrinchera resistiéndose a morir. La ambigüedad del gobierno lo divorcia de un pueblo ávido de definiciones. El doble discurso está a la orden del día, pero no conforma a nadie ni resulta eficaz.. Estamos tentados de caer en el desaliento, pero eso de nada vale. El enemigo sigue existiendo bajo otras formas. Y nadie nos salvará si no nos salvamos. Tal vez sea hora de elevar la mirada para buscar en el firmamento los colores de la Bandera: “Ambos están sobre nosotros para mostrarnos el camino que no engaña/ Y levantarnos de la tierra con la energía de las cosas sobrehumanas/ Su luz nos junta en el recuerdo y al mismo tiempo nos congrega en la esperanza”, dijo Francisco Luis Bernárdez. Sí, “contemplemos en el cielo celeste y blanco la Bandera de la Patria”, confiados, como el poeta, en que “en su virtud encontraremos aquella fuerza que una vez más nos hizo falta”.
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