EL PAíS
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La desobediencia debida
Por Ema Cibotti *
La creación de la Bandera es un acto de desobediencia, involuntaria, es cierto, de Manuel Belgrano que sabe que su gesto audaz es resolutivo para impulsar el proyecto de la Independencia. A comienzos de febrero de 1812, se halla defendiendo las costas de Rosario contra probables ataques de los realistas montevideanos y le reclama imperiosamente al Triunvirato la creación de la Escarapela nacional para que en el campo de batalla los regimientos no se confundan con los colores del enemigo, ni usen para evitarlo otros distintivos que puedan indicar una señal de división. En rigor, exige una definición política sobre el curso de los acontecimientos. El 27 de febrero comunica al gobierno que ha mandado enarbolar Bandera pues “las banderas de nuestros enemigos son señales exteriores que para nada nos han servido, y con que parece que aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud”. La escena que describe es solemne y no deja lugar a dudas sobre el profundo significado que para él tiene. Usa un lenguaje sencillo y épico a la vez, sabe que el hecho arrastra consecuencias, pero no las mide con la misma vara que los hombres del Triunvirato, embretados en los requerimientos de la diplomacia inglesa, aliada necesaria para sostener la lucha armada. Belgrano mira por encima de la coyuntura y proclama: “En este momento que son las 6.30 de la tarde que se ha hecho salva en la Batería de la Independencia, he dispuesto para entusiasmar las tropas, y estos habitantes, que se formen todas aquellas. Siendo preciso enarbolar Bandera y no teniéndola la mandé hacer blanca y celeste conforme los colores de la Escarapela nacional...”. El acto no es vano, Belgrano sabe que los enemigos tienen rostro conocidos.
Apenas un mes después de aquellas requisitorias, ya en Jujuy, reúne a sus soldados en la Plaza, frente al Cabildo, y hace bendecir la Bandera el día 25 de Mayo. Al comunicar el hecho al Triunvirato, recibe inmediata reprimenda y se le exige la reparación de tamaño desorden (sic). La carta le llega con la copia de una de igual tenor enviada antes a Rosario pero que él no ha recibido. Belgrano promete cumplir con la orden de deshacerse de la Bandera pero, aclara, “si acaso me preguntaren por ella, responderé que se reserva para el día de una gran victoria por el Ejército” y no sin ironía, agrega, “y como éste está lejos, todos la habrán olvidado y se contentarán con lo que se les presente”. Pero su carta no termina ahí. Explica que cuando llegó a Jujuy, observó a los pueblos fríos, distantes, casi enemigos, necesitaba entusiasmarlos y entonces dispuso la Bandera para acalorarlos (sic). Concluye, ¿pueden los indios oír que los tiranizan con las mismas insignias que proclamamos la libertad?
Como sabemos, Belgrano desoye por tercera vez las órdenes del Triunvirato cuando decide presentar batalla en lugar de replegarse hasta Córdoba. La victoria de Tucumán (24 de setiembre de 1812), fundamental para el curso de la Revolución, moviliza las ansias de independencia hasta ese momento demoradas por el frente externo. El 5 de octubre llega a Buenos Aires la noticia y en el mismo Fuerte se iza un gallardete con los colores celeste y blanco por encima de la bandera española, amarilla y roja, que todavía flamea. La victoria de Salta (20 de febrero de 1813) reafirma estas aspiraciones ahora claramente enunciadas en la Asamblea del año XIII.
Lo que sigue no es lo esperado. En 1814, se suceden las derrotas y el repliegue militar de los patriotas obliga a contrarrestar la segura venganza de Fernando VII con la búsqueda de apoyo británico pues sólo queda en pie el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Hay contramarchas en toda la América hispana. Pero aquí, los símbolos de la Revolución ya hacen escuela. Cintas, gallardetes, escarapelas y banderas celestes y blancas, son profusamente utilizadas para celebrar la patria nueva en cuanta ocasión se presenta. .
¿Qué queda hoy de aquella tradición simbólica? Realicemos el inventario. A mediados del siglo XIX, Bartolomé Mitre escribe la primera versión de aquel legado. Por cierto la visión que propone en la Historia de Belgrano no es neutra, pero los críticos revisionistas del siglo XX que arremeten contra él olvidan que es Alberdi quien mucho antes que ellos y mucho mejor también explica cómo Mitre, que se ve a sí mismo como el creador necesario de la República, usa a Belgrano su héroe biografiado como propio pedestal. Sin embargo, aunque Alberdi recusa la vanidad de Mitre acepta como válida la imagen laica de la Revolución. La tradición republicana laica que define la relación entre el Estado y la sociedad civil no está en discusión. ¿Belgrano se inspira en el cielo para crear la bandera? ¿Por qué no? ¿Acaso el héroe dice lo contrario? Esta visión se modifica de cuajo a partir del golpe de 1930 que inaugura la versión militarizada de la Revolución y sus próceres. La liturgia laica se desvanece, Belgrano pierde su fisonomía de intelectual, San Martín pierde sus atributos humanistas, no se concibe que los héroes (ambos creyentes) hayan sido masones. Autoritaria y sectaria, la sociedad olvida que el siglo XIX admite lo que el XX persigue y castiga, entonces se podía ser liberal, socialista, católico y masón sin dar cuentas por ello a ninguna clase de inquisición.
Hoy la militarización ya no afecta el contenido cívico de nuestros emblemas y fiestas patrias. ¿Pero acaso las hemos por eso recuperado? Más bien, parece que es el mercado el que se ha hecho cargo de hacerlo. Entre el merchandising de moda y la industria editorial que promociona el voyeurismo para hacer ficción narrativa de aquel pasado, nosotros, que formamos la sociedad civil, no logramos imaginar una simbolización histórica real para vivir bajo la misma bandera.
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