Esta semana la Cámara de Diputados le daría media sanción a la derogación de Ley de Internas abiertas obligatorias para la elección de candidatos en todos los partidos políticos, que el Congreso aprobó en el año 2002 en medio del grito generalizado de “que se vayan todos”.

“En esa época votábamos cualquier cosa”, reconocieron a Página/12 y en términos casi calcados un infuyente diputado y un no menos importante senador del oficialismo. Así intentaron explicar que la ley sólo fue un gesto temporario hacia la población que reclamaba mayor participación en las decisiones después de la crisis política y social de 2001. Pero ahora se ha transformado en una mochila difícil de cargar para todos los partidos, sumergidos en serios problemas para movilizar a sus militantes y simpatizantes y, de esa manera, dar credibilidad sobre su representatividad.

Por eso la eliminación de su obligatoriedad para dirimir candidatos ha logrado el consenso de casi todos los partidos del arco político. Los argumentos centrales son lo costoso que resulta la organización de las internas abiertas para el Estado y los propios partidos. Otros, en cambio, son más sinceros: “La escasa participación de la gente nos quita cada vez más legitimidad”.