EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Como suele sucederles a las hinchadas de fútbol, la población de Gualeguaychú sospecha, a la luz del resultado obtenido ante el Banco Mundial, que el gobierno argentino no puso todo lo que hay que poner. Para colmo, fue una goleada (23 directores a uno, el propio) semejante a la registrada en la Corte Internacional de La Haya con la medida cautelar. A la usanza de la tribuna, los vecinos entrerrianos creen que el partido admite un solo resultado, cualquier otro es inaceptable e inexplicable.
El Gobierno ha hecho poco para transmitir que un contencioso internacional, en el que tiene la carga de la prueba, no está ganado de antemano. Su ayudante de campo Jorge Busti, sorprendido por la protesta en medio de su enésimo cambio de camiseta política, se coló en la vanguardia vociferante y apocalíptico. Hace un tiempito trata de virar a la templanza. En todos los casos actúa resignando cualquier asomo de la responsabilidad propia de un hombre de gobierno. Tal vez fue simpático para sus coprovincianos cuando homologaba al gobierno uruguayo con la muerte, tal vez ahora sea patético, nunca fue serio.
El gobierno nacional, que fue más sobrio, tampoco se privó de promover un acto en la costa entrerriana, con el Presidente a la cabeza, pari passu con la presentación del reclamo ante el tribunal de La Haya.
Toda la liturgia (en especial la consigna “No a las papeleras” en letras gigantescas a espaldas de Néstor Kirchner) exudaba voluntarismo, simplificando o escamoteando lo peliagudo del camino emprendido. Es verosímil que los ciudadanos entrerrianos no estuvieran muy abiertos a hacerse cargo de un mensaje más complejo, de cualquier modo no era sensato exacerbar su lectura superficial.
Las sucesivas tácticas del gobierno argentino, cuyo primer designio fue contener y encauzar la revuelta entrerriana, vienen fracasando. La consecuencia, paradójica sólo en apariencia, es que después de haber sido conducido por los vecinos viene perdiendo su confianza. Las ansias no se sacian transpirando la camiseta: se exigen triunfos.
Ayer se patentizó la insuficiencia del intento de asfixiar financieramente a Botnia, combinando la acción directa con las argumentaciones legales. Esa yunta era, supuestamente, la fuerza argentina. Bastó respecto de la empresa española Ence, en una acción en la que la diplomacia secreta y la pública jugaron un rol esencial cuya entidad el Gobierno, tal vez, no instaló suficientemente.
Como fuera, a esta altura del partido todo está muy atrancado. Los asambleístas sólo creen en su metodología y no les faltan razones. Sin los cortes no hubieran podido instalar su reclamo en la agenda nacional, en las prioridades del Gobierno, en los estrados internacionales. Claro que su obstinación ha derivado en una mística del asambleísmo, desaprensiva respecto de los compromisos que importa someterse a la Justicia y negadora de los que atañen a toda negociación. Su recidiva movilizatoria de estos días le serrucha prolijamente el piso a la gestión del facilitador español, sin proponer nada superador a cambio.
Si alguien parara la pelota debería concluir que la hiperquinesis argentina, huérfana de una estrategia viable, debería ceder paso a una acción racional. No es cuestión de desistir de defender los derechos propios, pero sí de registrar cuáles son las perspectivas reales. Argentina tiene muchas más posibilidades de perder que de ganar los litigios internacionales y no tiene derecho a valerse de la fuerza para dirimir el conflicto. Así las cosas, debe procurar una negociación en la que (contra lo que predican de modo pasional e inconducente los asambleístas) debe ceder algo o mucho. Una fórmula razonable, tal vez ya desgastada por las pulseadas y el avance de las situaciones de hecho (los cortes, los avances de Botnia), sería una relocalización de la planta de la pastera finlandesa con gastos sufragados por Argentina. Los costos de esa eventual movida se calcularon en despachos oficiales, meses ha. Aunque ahora luzca utópica o anacrónica, ponerla sobre la mesa sería demostrar que se quiere hacer algo distinto a pleitear o torcerle la muñeca al Uruguay.
Tras un traspié de Romina Picolotti en su debut en ligas internacionales, que en un contorno no necesariamente draconiano podría haberle costado su puesto, al Gobierno y a los ciudadanos movilizados les cabe internalizar que no tienen todas las de ganar, que no pueden prevalecer de cualquier manera y que una victoria a cualquier precio sería una frustración histórica.
El intríngulis es severo, el Gobierno ha perdido el manejo, los vecinos ven la cuestión con un solo ojo, la existencia del otro se difumina en las dos orillas. Se niega el conflicto de intereses, donde la contraparte principal también tiene derechos, soberanía y orgullo que deben ser reconocidos. La cultura del aguante es así, el otro no existe. En la política sí que existe, en las relaciones internacionales más vale que también.
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