EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Juan Cruz Esquivel *
El Instituto del Verbo Encarnado corporiza la vertiente tradicionalista e integrista de la Iglesia Católica. En las bases más profundas de esta concepción teológica, el poder civil se encuentra subsumido en el poder espiritual. Concebidos naturalmente como una unidad, cualquier disociación es sinónimo de fractura entre el espíritu y el cuerpo. En ese sentido, no se contempla la separación entre lo temporal y lo espiritual porque ello implicaría fragmentar y dividir al ser humano. Pese a los documentos del Concilio Vaticano II, se relativiza la idea de campos autónomos y diferenciados. Los imperativos de base religiosa deben conservar su primacía sobre los modos de conducta en el ámbito profano.
Para esta línea de pensamiento, las fuentes de legitimidad del poder emanan menos del voto popular que de la Divinidad. De allí, cierto desapego por las instituciones democráticas y su proximidad a las fuerzas militares. Más que el consenso popular, el funcionamiento de la democracia necesitaría, desde esta perspectiva, de una base moral como reaseguro de gobernabilidad. Santo Tomás de Aquino ya había planteado que una ley tiene razón de ley siempre y cuando se derive de la ley natural.
Por otro lado, está presente un marcado tinte nacionalista. El catolicismo como pilar de la nacionalidad fundamentó el ideal de la Argentina católica. Se parte de una cosmovisión que iguala el ser nacional al ser católico. El cuestionamiento a la sociedad actual se centra en que los valores nativos, puros, auténticos y cristianos fueron corrompidos por una ideología extranjera, materialista, secularista e individualista. Se parte de una sociedad concebida naturalmente por Dios que ha sido perforada por la “invasión” de corrientes inmanentistas y racionalistas.
Desde esta percepción teológica, el “sustrato católico” arraigado en el alma y en la idiosincrasia nacional data desde las primeras gestas evangelizadoras. Así, la Argentina nació acunada por la Iglesia y el Ejército. Tomando en consideración que la configuración cultural es preexistente a la conformación institucional, la amalgama resultante se expresa no en un Estado católico pero sí en una Nación católica. Todo intento de revisionismo histórico o de transformación cultural de la sociedad es interpretado como un avasallamiento del acervo nacional.
Por lo expuesto, podríamos circunscribir al IVE dentro de la eclesiología de la neocristiandad. Esta eclesiología, fervientemente antimoderna y antiliberal, propugna la restauración del orden social medieval. Los considerados males de la sociedad contemporánea –relajamiento de las costumbres, crisis moral, divorcio, aborto, liberación sexual, reformulación de la feminidad, proliferación de drogas– son visualizados como consecuencias del proceso de modernización.
La fuerte insistencia en la ley divina como norma universal y objetiva relativiza la autonomía de los sujetos y pone en tela de juicio la extensión de las libertades individuales. La libertad es entendida como una potencia que el hombre posee, pero que se halla limitada por la ley natural.
Sobre la naturaleza del cuerpo, no hay espacio para las opciones individuales. Tanto el divorcio como los métodos anticonceptivos son visualizados como parte de una estrategia moderna de colonización por parte de los organismos internacionales de crédito. Este “colonialismo biológico” intentaría impedir el crecimiento de la natalidad en regiones escasamente pobladas, frenando la posibilidad de un desarrollo sostenido y vulnerando el ejercicio de la soberanía nacional. Una vez más, la superposición de argumentos religiosos con otros de tinte nacionalista aparece con claridad.
* Doctor en Sociología. Profesor en la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet.
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