Mar 16.01.2007

EL PAíS • SUBNOTA

El nuevo cruzado

› Por Susana Viau

Para muchos, el 23 de marzo será siempre la víspera de la mayor tragedia de la historia argentina. Para otros, Juan Carlos Blumberg, por ejemplo, es posible que la fecha no haya representado otra cosa que el preámbulo al restablecimiento a sangre y fuego del orden perdido. Cierto es que nunca lo dijo, pero un rápido vistazo a la lista de sus amigos convierte esa conjetura en verdad indiscutible. El destino, sin embargo, le jugó una mala pasada porque fue precisamente el 23 de marzo de 2004, veintiocho años después, que un grupo de delincuentes asesinó a Axel, su único hijo. Una historia común, en un país que se devora la vida de decenas de jóvenes cada día. Sin embargo, la imagen del ingeniero se hizo rápidamente popular, con sus gabardinas azules, los ojos claros, el pelo largo y blanco, la barba apenas crecida y bajo el brazo una carpeta llena de papeles misteriosos con la foto de un chico sonriente en la tapa. A diferencia de otros padres, que peregrinaron por justicia, el clamor de Blumberg llevó desde un principio la marca de la seguridad.

Recostado sobre su desgracia, igual que otra militante de la intemperancia, Mirta Pérez, le dio voz e imagen a un sector social al que el miedo –el miedo a casi todo– convertía en nostálgico. Para ello, Blumberg tenía el physique du rol, una profesión respetable y arraigo en una comunidad acomodada. Acusaba y condenaba, cumplía el rol de fiscal y el de juez, era el tronante juez del patíbulo, el que reclamaba castigos mayores y prisiones sin paliativos para menores, el enemigo número uno del garantismo. A su fenómeno lo llamó “Cruzada”. No puede decirse que Juan Carlos Blumberg sea un hombre inteligente ni muy dotado para la política. Se metió en berenjenales que levantaron las primeras suspicacias, sus solidaridades con las familias de otras víctimas rezumaban arbitrariedad, De todos modos, el predicamento que logró entre las altas clases medias, las que lideran la opinión pública, hizo estremecer a otra pseudoclase, la política, que debatió al ritmo que él marcaba, urgentes, inútiles modificaciones a los códigos. Lo hizo bajo su mirada vigilante, siguiendo desde las alturas de la Cámara de Diputados cada una de las intervenciones. El ojo del amo, sabía Blumberg, engorda el ganado. A tal punto se sintió amo que desde allí, desde su sitio en las galerías, intentó intervenir.

El ingeniero parece un ser tímido e inseguro. Todo indica que no hay nada de eso en su estilo. Tuvo una formación rígida y autoritaria. Es también él rígido y autoritario. Su padre, Bernabé Blumberg, descendiente de alemanes, era un modesto trabajador; su madre, Ursula, lituana, campesina, había trabajado como mucama al llegar a Argentina. Bernabé creía en las virtudes de una educación dura: lo castigaba, se hacía tratar de usted, lo obligó a hacer sus primeras experiencias en una tornería a los ocho años. El cree que eso estuvo bien: a los azotes, pero lo sacaron bueno. Entonces, reprodujo aquellas enseñanzas con el pequeño Axel. El niño ignoraba lo que se comentaba en Puerto Tirol, lo que las malas lenguas decían del pasaje de su padre como gerente de la textil Midex, famosa por no pagar impuestos ni cargas sociales. “Blumberg quería hacer su negocio y punto”, recordó un ex director provincial de Trabajo. Para algunos era exigente, para otros “un negrero” ¿Espartano? Es probable que no demasiado ¿Prusiano? Quién sabe. Quizás sí, aunque en su vida la línea materna se dibujó con fuerza. Su mujer, una sombra, de tristeza y de discreción, es de origen lituano, como Ursula. A aquellas tierras viajaron varias veces, incluso con Axel, porque ahí están enterrados su abuelos, fusilados por el comunismo. Y Blumberg no olvidará esa afrenta.

Será a raíz de esos odios viscerales que eligió un abogado a la medida: Roberto Durrieu, fiscal de Estado bonaerense con el gobernador Ibérico Saint-Jean, subsecretario de Justicia de la Nación con Jorge Rafael Videla, emparentado por matrimonio con el generalato de la dictadura. El ingeniero aseguró que se trataba de una pura casualidad, una opción basada en la capacidad y el prestigio del penalista, pero la misma impronta tiñe la Fundación Axel Blumberg por la Vida de Nuestros Hijos, que reemplazó la Cruzada. En la Fundación, instalada en las oficinas de una aseguradora –La Economía Comercial– que nunca funcionó y pertenecía a Mario Bissoni, un abogado que, junto a la consultora Mika Palacios, le vendió a Fernando de Santibañes un “rediseño” del organigrama de la secretaría. El especialista en cuestiones de estricta seguridad era el coronel Adolfo Goetz, que murió en Brasil hace un año, un oficial de tendencias carapintadas, oriundo de Pergamino y orgulloso de ser hijo de un piloto de la Luftwaffe que lo bautizó así por Hitler, de quien se jactaba de ser ahijado. Otro de los personajes de consulta del ingeniero Blumberg es Marcelo Bragagnolo, amigo y admirador de criminales de la ESMA como el capitán de fragata Fernando Peyón (“caballero del mar”, lo llamó en un aviso fúnebre). Bragagnolo debe haber sido la vía por la que el ex juez federal de la dictadura, Norberto Giletta, accedió a las cercanías del ingeniero. La Fundación no es una ONG tradicional. En verdad, es un organismo propagandístico de las teorías del ex alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani, el hombre de la “tolerancia cero” que levó a cifras astronómicas el gasto de la ciudad en armamentos y equipos de seguridad.

La Fundación Axel Blumberg no oculta sus lazos con sus hermanas, la Fundación Libertad y la Fundación Atlas, ideólogas de la “mano dura” y creadoras de la teoría del “cristal roto”, una innovadora teoría que postula que quien rompe una vidriera mata a la madre después. La Fundación Axel es la concreción de un sueño para el ingeniero y con ella y sus invitados recorren el país convenciendo a funcionarios de la imperiosa necesidad de modernizar los sistemas de protección ciudadana. No en vano Marcelo Bragagnolo –cuyo hijo murió el año pasado– es el representante de la controvertida empresa Lo Jack.

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