EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
En tanto participaba de las experiencias del armado del Frepaso y de la Alianza, Carlos Auyero comentaba que era más peliagudo concertar una coalición entre fuerzas de peso parejo que hacerlo en torno de un partido dominante. La preeminencia de un socio, explicaba, ordena “naturalmente” las jerarquías. Entre pretensos aliados cuya representatividad relativa está en duda, en cambio, es forzosa alguna instancia de competencia, no siempre sencilla de pactar, de concretar ni de sobrevivir. El malogrado dirigente social cristiano ilustraba su razonamiento recordando al Frejuli de 1973 y a ulteriores ententes peronismo-céntricas. Al cronista se le ocurre, ahora, que la Unión Democrática sería otro ejemplo, vertebrado en torno del radicalismo.
Si las cosas eran arduas cuando se podían cuantificar partidos chicos, medianos y grandes, qué decir del actual mapa político de la Argentina, connotado por la atonía de los partidos, la entropía de la UCR y la relativa proliferación de candidatos sin estructura que los respalde. ¿Cómo se cuentan las respectivas costillas competidores que analizan cooperar entre sí y, eventualmente, aliarse? La lógica actual imposibilita (siendo muy cautos, dificulta) el mecanismo de la interna abierta, al que se apeló con significativa participación para conformar la fórmula Bordón-Alvarez, la Alianza e Izquierda Unida. Los demasiado denostados “aparatos políticos” con su carga de militantes, punteros, fiscales, locales sirven para esas tenidas. No es fácil urdirlas con el solo recurso de candidatos solitarios, así midan bien o medianamente bien. La delegación política, la abulia ciudadana, la centralidad de los referentes –que son regla en el oficialismo y la oposición– hacen imaginar que no germinarían ahora instancias de participación urdidas una década atrás.
La dirigencia opositora carga con ese karma, quizá más limitativo que el de enrolar más caciques que malones. Así y todo, el modo en que se plasmó “la mesa” Blumberg-Macri sorprende bastante. Fue Juan Carlos Blumberg quien tomó la iniciativa, quien decidió los tiempos de la convocatoria, quien (permítase una metáfora truquera) jugó de mano y al unísono se hizo pie de la mesa.
“Yo me sumo, que cuente conmigo”, dijo el conductor de PRO, poniéndose a la vera de Blumberg, cuando su patrimonio político es mucho mayor, medido con cualquier parámetro lógico o convencional. Al fin y al cabo es líder de un partido fuerte en la Capital y con presencia en otros distritos, es el presidenciable opositor con mejor intención de voto, ganó una elección en 2005, es diputado nacional, tiene algunos años de carrera.
La extraña subversión del peso específico (era Macri, por cojones, quien debía convocar y Blumberg “sumarse”) quizá no tenga relevancia ulterior pero llama la atención. Quizá sólo tribute a un desnivel entrambos de la famosa “voluntad política” o, más charramente, de la voluntad. En estas horas, algo sucedió entre los dos ingenieros: el sufriente padre de Axel demostró una garra y una ambición de liderazgo que suelen faltarle al gánico hijo de Franco.
La centralidad de Blumberg, cedida modosamente por Macri, será un dato que seguramente tomará en cuenta Roberto Lavagna, si efectivamente se reúne hoy con el titular de la Fundación Axel. El ex ministro, que también construyó un acervo político sensiblemente más consistente que el de Blumberg, tiene una autoestima alta y ha hecho un mundo (y un blasón) en no ir detrás de nadie. Su decisión de postularse como presidente (que todo interlocutor con ansias de unírsele debería acatar para avanzar en el diálogo) puede ser su medio para cambiar la actual imagen de la mesa que agiganta como en un juego de sombras al ingeniero novato en estas lides y achica al otro que, se presume, ya ranqueó para ligas mayores.
La voluntad no lo es todo en política pero casi nada es posible sin ella. La primera parte de la frase obliga a subrayar que la centralidad que logró Blumberg puede ser transitoria. La segunda explica por qué logró esa centralidad.
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