EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Luis Bruschtein
En Chile, la muerte de Pinochet dejó sin efecto el juicio en su contra. El dictador chileno murió con una condena social mayoritaria, pero parcial, y sin condena de la Justicia. Lo cual permite que ahora la derecha lo dé por inocente y exija que se levante un monumento en su honor como ex presidente de la República. Es importante la condena social, pero tiene que haber una condena judicial para los crímenes del terrorismo de Estado si se quiere caminar hacia una etapa donde el Estado acepte las mismas reglas de juego que el resto de la sociedad. En la Argentina, tras un largo proceso de marchas y contramarchas, con juicios limitados y condenas que después se amnistiaron, han comenzado procesos que abarcan a todos los involucrados en la ejecución del terrorismo de Estado.
Los represores, que se consideraron a salvo durante muchos años por amnistías y leyes de impunidad, ahora deben afrontar los tribunales. Desde que empezaron, con la causa Etchecolatz, recrudecieron voces críticas a los juicios que hablan de “revanchas” políticas y, al mismo tiempo, se multiplicaron amenazas y secuestros contra jueces, fiscales y testigos.
Mientras la opinión pública se recalienta y enrarece con esas dos vertientes de presión, la estrategia de los represores es tratar de dilatar los procesos judiciales ya de por sí lentos por la cantidad de papeleo, acusados y testigos. Como en los juicios a los ex comandantes, la defensa de Astiz y Mendía insiste en que la dictadura no hizo nada nuevo sino que fue continuidad del famoso decreto del gobierno de Isabel para el “aniquilamiento de la subversión”.
Como era inevitable, resurgió también la causa de la Triple A y casi al mismo tiempo, como compitiendo con ella, un juez de Mendoza reactivó otra que involucra a Isabel Perón por el famoso decreto. La irrupción de la ex presidenta impactó en el plano político y tensionó al peronismo. Pero la causa por el famoso decreto de aniquilamiento se entrecruza, además, con las defensas de los represores de la dictadura. Desde sectores del radicalismo y el peronismo, que se habían opuesto en su momento a juzgar a Isabel, se ha cuestionado también que la figura del terrorismo de Estado pueda aplicarse a la Triple A, que asesinó a cientos de personas a plena luz y en zonas liberadas por la policía.
Alguien usó la metáfora de la Caja de Pandora para referirse al juzgamiento de los crímenes de la dictadura. Existe un consenso importante en la sociedad para que estos juicios se lleven a cabo, que es lo que realmente los reclamó y sostuvo. Y las turbulencias se producen sólo en el ámbito político y de los medios, un territorio delgado si se lo compara con ese consenso masivo, pero que tiende a incidir fuertemente sobre él.
Todos estos elementos forman parte del mismo escenario, pero sería un error meterlos en la misma bolsa aunque se mezclen e interactúen. Algunos son expresión esquemática de un debate que no termina de encarnar en la sociedad civil –no la de los criminales– y que está relacionado con sus propias faltas, silencios y actuaciones. Pero otros son parte de la reacción de los represores que busca introducirse en esos resquicios de prejuicios y desconfianzas que abre un debate no saldado, donde en realidad nadie tiene razón pero en el que al mismo tiempo las “culpabilidades” no son equiparables a las del terrorismo de Estado. Por lo menos sería importante diferenciar los dos planos con claridad para que los represores no pesquen aliados involuntarios.
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