EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Un secretario lee la sentencia durante horas, tras una demora igualmente prolongada. Un locutor profesional se vería en figurillas para transmitir bien un mamotreto, el secretario no lo es. Se trabuca a menudo, se mete en un berenjenal cuando debe dar cuenta del veredicto, cae en tremolantes silencios. Para colmo, en el instante culminante confunde los votos de modo que no queda claro si hubo mayoría para absolver o condenar.
El acto se transmite en directo, así debe ser. Se trata de un juicio oral y público. La sala de audiencia permite menos de cien asistentes. Si no hay medios no hay, de veras, público. Carlos Carrascosa, el acusado, escucha en silencio.
La transmisión desde la sala es ejemplar, sólo se escuchan las voces del tribunal y los abogados. En algunas pausas por tevé se hacen comentarios en off, sobre el acusado, su silencio, su inexpresividad. Cualquier rictus o su ausencia pueden ser interpretados en su contra. El acusado sabe que lo están viendo en directo miles, acaso millones de personas, eso sin duda incide en su conducta. Nadie deja de pensar en cómo sale por tevé, ni siquiera quienes protagonizan situaciones límite. Cuando se llega a la parte resolutiva, la cámara se clava en la cara de Carrascosa.
La lectura, la publicidad de un acto de gobierno, es un derecho del administrado. La sentencia escrita, la exigencia de que sea razonada buscan preservarlo de la arbitrariedad. Pero la sentencia leída en ese contexto novedoso (las cámaras que sondean al acusado, que ponen nervioso al que lee) es un pequeño tormento. Una suerte de pena adicional, las leyes las prohíben.
La irrupción de las cámaras, extrapola el cronista atrapado por el espectáculo, altera la ecuación de la Justicia. Aggiornarla es todo un tema. Si la guerra era demasiado importante para dejarla en manos de los militares, la mediatización de los tribunales también debería transgredir la esfera de los jueces y la de los medios para pasar a ser uno de los tantos issues de la transformación democrática.
Los cambios no le sientan a los integrantes del Poder Judicial. La administración de justicia es conservadora de pálpito: su acción hurga en el pasado, buscando en sustancia reestablecer un equilibrio preexistente. Se indemniza al que sufrió un daño, se tranquiliza a la sociedad dándole “lo suyo” a quienes delinquieron.
Los jueces, a diferencia de los funcionarios ejecutivos o los parlamentarios, son vitalicios y no son elegidos por la vía del voto. Poco avezados para la arena pública, dispensados de la obligación de tener que revalidarse ante “la gente”, los jueces igual son escrutados.
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La popularización de la justicia, la espectacularización de los juicios son la (costosa) contrapartida de su imprescindible visibilidad. El pueblo tiene derecho a saber de qué se trata y no puede acceder a eso leyendo las revistas judiciales.
La comunicación de los procesos judiciales es, de momento, desoladora. La gente del común no entiende la jerga (que se inventó, entre otros fines, para no ser entendida), la subleva que haya fallos con disidencias. “¿Cómo es posible?”, se preguntan Homero Simpson de Lugano o mi prima la pelirroja. La deliberación de los actos de gobierno, la regla de la mayoría, el albur de que una mayoría contingente provoque efectos tremendos son comunes en la democracia pero a la Justicia se le atribuye míticamente otra raigambre. Sus administradores no son duchos para explicar tamañas cuitas en términos sencillos.
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El caso García Belsunce tuvo una repercusión formidable, durante casi un lustro. Algunos crímenes lo consiguen. Cuentan el placer del fisgoneo, el clásico enigma de cuarto cerrado rediseñado en la escala del country. En este caso hubo un aditamento interesante, que lo significó desde el vamos: la narrativa popular interpretó que los poderosos (la familia) quedarían impunes. La misma idea se instaló en un tramo de la investigación sobre el asesinato de Nora Dalmasso. Podría ser equivocada la percepción de los hechos concretos, no es el punto acá. Pero es fundada e inteligente la sospecha, reveladora de una lectura costumbrista: en la Argentina los poderosos son impunes. “La gente” se ha cansado y espera justicia, entendida como cese de la impunidad. En esa expectativa se sienta ante la tevé o chusmea por la radio.
Ese clima suspicaz era conocido por los jueces que condenaron a Carrascosa. A los ojos del cronista, mero lector del caso y no su investigador, la acusación por encubrimiento era sólida. Se puede encubrir un hecho o a sus autores. Y la conducta de encubrir, si se considera probada, es delictiva aunque se desconozcan sus móviles.
No hay, entonces, por qué denunciar mala fe o “populismo” de los jueces. Pero no se puede ignorar que conocían el clamor de la tribuna que entreveía impunidad en caso de absolución. No se puede mensurar en qué magnitud incidió eso en sus discursos y su decisión. Pero sí que estaba presente.
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La Corte Suprema es un tribunal atento a la opinión pública. Parte de su gestión consistió en ir generando agenda con temas de interés masivo: las jubilaciones, el Riachuelo, sin ir más lejos. Eligió ahí un perfil público, político, enderezado a preocuparse por cuestiones maltratadas por los poderes públicos durante añares. La Corte ocupándose de reparar desaguisados, marcándole el paso a otros poderes.
Dos de sus integrantes fueron furiosamente resistidos por la derecha nativa. Ante el hecho consumado, los más sagaces integrantes de ese sector los sometieron a prueba, acusándolos todo el tiempo de ser vasallos del Ejecutivo. El presidente, autor de una reforma encomiable y audaz, una notable herencia institucional, alguna vez también trató de marcarles el paso, en materia de derechos humanos.
Con la mirada distribuida entre el público y sus contradictores, para la Corte siempre fue cuestión de honor demostrar que no replicaba el modelo menemista, que era autónoma del oficialismo.
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Las dos sentencias dictadas el viernes (referidas a los indultos y a la admisibilidad de Bussi como diputado) fueron presentadas en combo, en una patente acción política y mediática. Se quiso transmitir que los actos de otros poderes son judiciables y que la Corte no se casa con nadie.
Está bien que la Corte comunique, que diseñe su imagen, que propale señales políticas. Pero en todo ejercicio que se hace ante las cámaras, existe el peligro de la sobreactuación, a veces los supremos sucumben a él. Alertados del riesgo de quedar pegados al oficialismo, los supremos desbarataron una acción de un espectro parlamentario mucho más amplio. Puestos a demostrar que están contra las tropelías de las mayorías políticas y que protegen la soberanía popular no contrapusieron en su sentencia sobre Bussi el otro elemento en juego: la violación de derechos humanos y la obstaculización ilegal a sus condenas. La resolución es discutible, su iter argumental mucho más.
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Dos sentencias que satisfacen a sectores contrapuestos procuran transmitir equidad. Con el tiempo se verá cómo se recodificó el mensaje.
A los ojos del cronista, el pundonor de mostrarse equidistante resintió la argumentación del fallo Bussi. Simplificó una cuestión intrincada, al extremo de desnaturalizarla.
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