Mar 13.08.2002

EL PAíS • SUBNOTA  › TESTIMONIOS DE LA INDIGNACION CONTRA LA BONAERENSE

La noche en que estalló Jagüel

Avanzaron bajo un solo grito: “¡Olé, olé, olé, Diego, Diego!”. Y si un desprevenido los hubiera visto de repente, ignorante de la tensión social permanente en el conurbano bonaerense, ajeno al secuestro del chico de El Jagüel, podría haber pensado que esas madres, esos niños y esos pibes de barrio, vivaban al astro del fútbol. Era, y será seguramente así en los próximos años, un estallido social producto del nivel de impunidad con el que en determinadas zonas del Gran Buenos Aires actúa la Policía Bonaerense. Si no, no se comprende el odio que se agitó sobre el moderno edificio del destacamento El Jagüel y sus hombres. Anoche, en medio de esa dinámica de represión y repliegue de jóvenes y vecinos desarmados escupiendo la palabra asesinos, no hubo quién no aportara un relato en el que no se entendiera el hartazgo por la prebenda, la coima, la zona liberada y las complicidades con el delito que acusan en su zona.
La mujer gritaba como si al propio hijo se lo hubieran degollado. “¡Desde el primer momento que la familia, los amigos y la gente del barrio cree que fue la policía la que se lo llevó, pero siempre tuvieron miedo a las represalias!”, le decía a este cronista parapetada en la entrada de una casa con jardín, sobre la calle Rotta, la del destacamento que terminó así como el nombre de su dirección lo indica. Sobre las cabezas de los manifestantes pendía un helicóptero con un reflector que rondaba las esquinas vecinas, tratando de esclarecerle el panorama a los policías con escudos que esperaban la orden de disparar. “Antes acá no había comisaría, pero desde que pusieron ésta, hace menos de tres años, todo empeoró”, aportó a la vecina un comerciante quebrado. ¿Por qué? “Porque acá nos acalambramos de tanto pagarles coimas y colaboraciones a los de las patrullas –se entusiasma–. Que una pizza, que diez pesos, que cincuenta, que un panchito, que una cerveza, que todo para el comisario. Lo llamamos y le dijimos: si usted recibe todo lo que le mandamos debería estar muerto o intoxicado”.
Los gases lacrimógenos estallaron unos minutos después de que una piedra volteó la mitad de un antena del móvil de Canal 13. La infantería avanzó por Rotta. Desde Jacarandá lo hizo un grupo de compañeros de escuela y amigos de Diego Peralta, protegidos por un cartel de tela que pedía justicia y muerte a la policía. “¡Tiran con balas de verdad!”, se escuchaba en medio de la corrida. Una cuadra más allá, un comerciante acusaba: “Cómo no va haber bronca, si seguro lo mataron porque lo conocían, porque acá en la plaza donde se juntaban los pibes eran los que llegaban a pegar”. Una y otra vez se reagruparon al grito de “Diego, Diego”. En otras esquinas, algunos saqueaban una casa de deportes. “¡Asesinos, asesinos!”, se volvían a reagrupar, para amenazar otra vez a la policía que los hartó.

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