Dom 16.09.2007

EL PAíS • SUBNOTA

Menos que suma cero

› Por Mario Wainfeld

La elección cordobesa parece encaminarse hacia una resolución insatisfactoria y atípica, muy debajo de la suma cero. Los tribunales locales seguramente denegarán la apertura de todas las urnas y confirmarán la victoria de Juan Schiaretti. Sólo una minoría de los cordobeses y de los argentinos creerá en la autenticidad del resultado. La sospecha de fraude predominará sobre las formalidades legales, ajando la credibilidad del sistema democrático. El logro máximo de Luis Juez será, verosímilmente, haber primado en el debate público.

El intendente de la capital provincial hizo una formidable elección y ganó la polémica ulterior al recuento, pero no terminó de acreditar la existencia del fraude. Una falencia básica resiente sus planteos, que es la falta de prueba basada en documentación fidedigna que obra (debería obrar) en su poder. Ninguno de sus planteos se cimenta en los certificados electorales, duplicados de las actas, que se firman en cada mesa y se entregan a cada fiscal. La explicación más razonable, asumida en parte por la narrativa juecista, es que su fuerza no controló (o al menos no controló fielmente) todas las mesas.

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El conteo se prolonga lento, desgrana irregularidades subrayadas por los juecistas. Hay distritos con asombrosos porcentuales de presentismo, señalan, pero no corroboran su suspicacia con datos propios.

Un punto más sólido, que quizá tenga su arrastre, son las urnas que no contenían el certificado original, que debe ser introducido por el presidente de mesa al terminar el recuento provisorio. La normativa local estipula la nulidad de esas urnas. Los delasotistas proponen una solución homeopática, que es contar los votos de a uno en esos casos. Los juecistas alegan que debe votarse de nuevo. Si la cantidad de urnas es grande, el impacto puede ser determinante, ora en el resultado total, ora en el imaginario masivo. Cualquier intérprete da por hecho que, si se habilitara esa segunda instancia, el juecismo tendría muchas más chances de añadir votos a su patrimonio que de perderlos.

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El gobierno nacional mantuvo su línea de prescindencia institucional, que en los hechos favoreció al delasotismo. Las relaciones entrambos, nunca formidables, mejoraron algo cuando el gobernador puso a Roberto Urquía en cabeza de la lista de diputados nacionales para octubre. Urquía es, a la sazón, senador nacional. También es propietario de la aceitera General Deheza, un poder económico de rango más que provincial. En el primer piso de la Casa Rosada cunden elogios para el empresario-senador cuasi diputado: “él debió ser el candidato a gobernador, hubiera superado el desempeño de Schiaretti”. Ese contrafactual es incorroborable, otra referencia quizá sea empírica: “De la Sota no quiso llevarlo porque Urquía podía haberse quedado ocho años, le convenía el Gringo Schiaretti, más débil”.

Un tópico de la política del Norte decía que lo que era bueno para la General Motors era bueno para Estados Unidos. Urquía reversiona la frase, para otro General y otro distrito. ¿Serán homologables los intereses de General Deheza y de Córdoba? Hum. ¿Podrán escindirse por el solo hecho de ocupar una banca? Humm. Felisa Miceli, siendo ministra de Economía, padeció las embestidas de ese lobbista con fueros. El cronista, suspicaz, recela del avance de empresarios en la representación política. Y evoca que, en tiempos muy remotos, Juan Domingo Perón fue la alternativa a las pretensiones presidenciales de Robustiano Patrón Costas. Altri tempi, más vale.

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El veredicto del primer nivel del gobierno nacional es lapidario. “Juez no ganó, perdió De la Sota. Sacar apenas el 35 por ciento de los votos después de ocho años es sintomático”, tabula una mano derecha del presidente, que asegura que Cristina Fernández superará de modo holgado esa marca en la docta provincia.

El oficialismo trina contra Juez, considera desmesuradas e injustas las diatribas que éste le propina. Algunos de sus aliados mantienen interlocución con el jefe de Gabinete, quien los apoyó en campaña. Un radical juecista, el joven intendente de Jesús María Marcelino Gatica, visitó esta semana a Alberto Fernández. Todos concuerdan: “Alberto nos transmitió que hay mucha bronca con Juez –reseñan–; no exigió que suspendiéramos las denuncias pero sí que cambiáramos las generalidades por hechos concretos, cientificismo y power point”.

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De cara al futuro Juez eligió el camino de la abstención y convocó a votar en blanco. Es un albur, tentativas similares naufragaron en 2003, en un contexto mucho más propicio. Da la impresión que era mucho más eficaz presentarse en aras de un éxito muy factible y corroborar su prestigio por la positiva.

Muchos de sus aliados cuestionaron la movida y de hecho habrá listas “juecistas sin Juez” en octubre. En este fin de semana Juez matizó su postura ante un plenario de militantes: se mantuvo en el voto en blanco concediendo a sus compañeros libertad de acción (ver reportaje en página 11). Fue un buen reflejo frente a la tropa propia que se le dispersaba pero diluye su presencia y su perfil. Mucho más sensato era abrir una opción a los ciudadanos para plebiscitarlo.

El renunciante no es un imán de multitudes en la cultura política argentina. Los precedentes más cercanos comprueban que la opinión pública ha sido poco constante y nada paciente con los renunciantes, aun con los que se fueron aplaudidos. El caso más sonado es el de Carlos “Chacho” Alvarez, pero también ese fue el sino de José Octavio Bordón o de Gustavo Beliz.

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¿Cómo cerrar el relato de un episodio funesto e inconcluso? A riesgo de salirse del canon, el cronista rememora una entrevista que le hiciera (junto a Alcira Argumedo y a Arturo Armada) a Cuauhtémoc Cárdenas, en 1990. Dos años antes, el dirigente mexicano había enfrentado al candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional y, todo lo indica, lo había batido en las urnas. El escrutinio fue escandaloso, se decretó su derrota. Cárdenas siguió (de hecho sigue hoy día) participando en política. Su estilo coloquial era polarmente distinto al de Juez. Meditaba casi sonoramente antes de emitir una respuesta, jamás bromeó en un reportaje de más de una hora. Era, para los parámetros argentinos, inexpresivo y lacónico. Pero, cuando se remitía a “esa elección” se transfiguraba, modificaba su quietismo, se levantaba de la silla para buscar un libro coescrito con tres autores, Radiografía del fraude, pletórico de data. Transcurridos años del irreparable despojo seguía siendo un protagonista herido, a quien le habían birlado algo que había construido en años.

El cronista nota las diferencias (en los modos, en la densidad del material de denuncias) pero prioriza las analogías en busca de una conclusión provisoria. Contra lo que suelen pensar personas del común, la competencia democrática es exigente y a menudo despiadada. Quienes incursionan en ella son personas de carne y hueso, sobreexpuestas a circunstancias inopinadas, compelidas a resolverlas en plazos exiguos. La ecuación es eventualmente irresoluble pero las leyes de la política (y la propia tribuna) demandan respuestas precisas, racionales, exitosas. A veces, es demasiado.

No será un final muy cartesiano para este artículo pero es el más adecuado que se encuentra para un trance pendiente de resolución que deja un saldo deficitario para el sistema democrático y un regusto acre.

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