EL PAíS
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El arte de dispararse a los pies
› Por Martín Granovsky
El 1 de septiembre, dentro de apenas dos días, Eduardo Duhalde cumplirá ocho meses en el cargo. Debería celebrarlo como el Día del Doble Milagro. El primer milagro, teniendo en cuenta las pésimas condiciones en que Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo dejaron el país y el escasísimo margen de maniobra que permite la crisis, es haber durado tanto. El segundo milagro se complementa con el anterior: Duhalde demostró una gran voluntad para pulverizar incluso ese ínfimo margen de movimientos. Con un agregado: luego de rifar sus propias posibilidades, el Gobierno suele presentar la situación como si fuera una desgracia del destino.
Es lo que ocurrió con la Corte Suprema. En los primeros días de mandato, daba la sensación de que Duhalde se comería a los jueces crudos. Era una forma de sintonizar con los reclamos de la sociedad, irritada con la clase política, molesta por el corralito y harta de una Justicia inoperante y adicta al poder. Para los duhaldistas, además, embestir contra la Corte tenía el condimento adicional de atacar el principal núcleo sobreviviente del menemismo. Podían unir negocio y placer. Y lo hicieron inicialmente, a tal punto que los diputados duhaldistas acompañaron el dinamismo de Sergio Acevedo, el kirchnerista que preside la Comisión de Juicio Político, y de Elisa Carrió, la impulsora de la remoción de la Corte.
Sin embargo, muy pronto el propio duhaldismo le quitó fuerza a la decisión de enjuiciar a la Corte. Primero la apaciguó y más tarde la trabó. En buena medida porque argumentó que desprenderse de toda la Corte sería visto en el exterior como la decisión típica de un país bananero, que en su curiosa visión de los hechos la Argentina no era. En buena medida porque dirigentes de la coalición peronista-radical que encumbró a Duhalde hallaron contradictorio liquidar un poder que habían articulado juntos. Y en buena medida porque el primer fallo de la Corte contra el corralito revelaba que los ministros de la antigua mayoría menemista estaban dispuestos a combatir. Darían batalla a la vez por la memoria de su líder y en defensa de su propia impunidad. Los jueces suelen pelear por la inmunidad, por la independencia y por el equilibro de poderes. Cuando el gran objetivo, en cambio, es terminar impunes nada menos que trece años de correrías, está claro que los miembros del vértice de la Justicia no impondrán justicia.
La actitud de Duhalde hacia la Corte se parece mucho a la de De la Rúa con el Senado. Cuando Chacho Alvarez y Antonio Cafiero denunciaron coimas por la reforma laboral, De la Rúa empezó criticando al Senado, siguió prometiendo una investigación y terminó negociando con los senadores, quienes después de agradecerle el gesto igual no tuvieron ningún inconveniente en ayudarlo a caer. Duhalde describió la misma parábola, aunque la situación es aún más grave para el Gobierno. Es la primera vez desde 1983 que la Corte Suprema amenaza con abandonar su papel oficialista –oficialista del Estado y el poder primero, oficialista del Estado, el poder y el menemismo después– y constituirse en un elemento de presión política para esquivar la acusación parlamentaria.
El Gobierno sostiene que hoy no tiene el respaldo suficiente en el Congreso como para enjuiciar a la Corte. Pero lo cierto es que no quiso lograr ese respaldo del único modo en que podría haberlo hecho, es decir aprovechando el calor, y el clamor, inicial. Hoy está claro que Duhalde solo se dedicará a sufrir en silencio a la Corte Suprema mientras espera cumplir su único objetivo político de aquí a las elecciones: cruzar la General Paz sin que nadie lo fastidie en el camino a Lomas de Zamora. Eso siempre que, como hizo con la Corte, no se dispare otro tiro en el pie.
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