EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Raúl Dellatorre
Salario basura. Dinero de emisión ilegal. Evasión consentida. El pago de tickets o vales alimentarios a los empleados como si se tratara de parte de la remuneración podría tener cualquiera de las anteriores calificaciones, todas ellas ampliamente justificadas. Nacido como un sistema nada ingenioso –más bien, bastante grosero– de bajar costos salariales, mediante el recorte de la retribución al empleado y de los aportes y cargas sociales que debían ir a los fondos públicos, el sistema tuvo su origen en los años de la dictadura, tuvo su apogeo a partir de los ’90 y su punto de legalidad culminante en tiempos de la Alianza, con el mismísimo Domingo Cavallo de antes en el Ministerio de Economía, y su socio Armando Caro Figueroa en Trabajo.
Los vales o tickets sin duda merecerán un lugar de privilegio en la vitrina de las herramientas de precarización salarial. En tiempos de crisis laboral, con alta desocupación y extendida exclusión, suele decirse que los trabajadores no sueñan con la liberación, sino con que los exploten. Es decir, sueñan, antes que nada, con tener trabajo. Los vales o tickets fueron un paradigma de esa etapa en la que el mundo andaba al revés, en la que se falseó la rueda de la historia: en vez de ser repudiados como elemento de precarización del salario, los tickets eran reclamados por los sindicatos como forma de “remuneración adicional” o “complemento alimentario”. Mejor no acordarse.
Sin libertad de opción del trabajador para disponer qué hacer con su sueldo, debía aceptar que el empleador le eligiera el lugar para hacer las compras. Como en las viejas estancias del Sur o en La Forestal en el Norte, con las tiendas de ramos generales del patrón. Pero con matices de modernidad.
La “patente de corso” para emitir tickets como si se tratara de billetes de la Casa de la Moneda, que las empresas compraban para pagar a sus empleados y con eso eludir el pago de cargas sociales –mecanismo de evasión increíble pero cierto–, fue primero patrimonio de unas pocas firmas que conseguían reunir un puñado más o menos interesante de negocios que aceptaran pegar sus calcomanías en la puerta. Pero luego llegaron las “multis” que se asociaron a las cadenas de hipermercados, dándole masividad al sistema.
El negocio era sencillo: por lo que se ahorran de aportes y sueldos, los empleadores les pagan una parte a los emisores de tickets, que harán la tarea “sucia” de abrir surcos para su colocación en el mercado. Para que funcione, es imprescindible contar con un Estado “bobo” que lo consienta. ¿O tendríamos que hablar de Estado “cómplice”?
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