EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Washington Uranga
“Detrás de cada teología hay muchas historias, muchas memorias, muchos modos de vida y modos de vivirla desde una profunda humanidad.” Esta es una de las afirmaciones que se manejó la semana pasada en el Seminario de Formación Teológica, la expresión anual que reúne a los cristianos de “la opción por los pobres”. Atendiendo al mismo criterio se puede decir que detrás de cada reafirmación, de cada definición y nuevo gesto de Benedicto XVI hay también una forma de entender la vida, la historia y la religión. Por eso, sus definiciones frente a la ciencia, pero también respecto de la cultura, la teología y la liturgia representan su manera de ver el mundo y sus definiciones no sólo religiosas y doctrinales sino políticas e institucionales. Los pasos atrás en materia litúrgica, pero también sus afirmaciones sobre cuestiones tales como el limbo, el cielo o el infierno, que echan por tierra pasos de apertura y renovación dados por sus antecesores, dan cuenta de una mente más preocupada por la restauración que por la apertura a los nuevos desafíos que plantea la sociedad. Lo mismo podría decirse de las afirmaciones del Papa respecto de la preeminencia del catolicismo sobre otras religiones. Benedicto XVI piensa en las otras religiones y en otras concepciones del mundo en términos de tolerancia porque, claro está, es un absoluto convencido de que la suya es la única verdad.
Próximo a cumplirse el tercer aniversario de Benedicto XVI al frente de la Iglesia Católica Romana, quedan pocas dudas de que para el Papa alemán el futuro del catolicismo se apoya en la restauración conservadora que, a su juicio, la modernidad y el desarrollo de la historia han dejado de lado con grave perjuicio para la humanidad y, por cierto, para la Iglesia, a la que ya no se le reconoce el papel de sostén y eje organizador de la vida política, social y cultural. Si Juan XXIII y luego Pablo VI hicieron esfuerzos por sacar al catolicismo que estaba prisionero dentro de sus propios muros, Benedicto XVI quisiera, por el contrario, meter a todo el mundo dentro de los estrechos márgenes de su concepción eclesial. Algo que ya no encuentra eco, en términos estrictos, ni siquiera en aquellos que se consideran católicos, ya sea por participación efectiva en la Iglesia o solamente por tradición cultural.
Pero el Papa no actúa con todos de la misma manera. Ensancha las fronteras para que los conservadores seguidores del difunto obispo francés Marcel Lefevbre puedan sentirse a gusto retomando los ritos litúrgicos ya abandonados y celebrar la eucaristía de espaldas al pueblo, mientras –entre otros desatinos– deja al margen de la consideración apostólica y pastoral a los divorciados, aunque mantengan conductas acordes con las enseñanzas y la tradición cristiana. Esto sin reparar siquiera si se trata de representantes diplomáticos designados por países soberanos.
De la misma manera, el Papa alemán ansía una Iglesia Católica eurocéntrica y descree de la Iglesia tercermundista, que por razones más que obvias se preocupa antes por la vida miserable de muchos pueblos y de apoyar sus reivindicaciones materiales, sociales y políticas, que de hacer discursos eruditos sobre la verdad, el limbo, el purgatorio y el infierno. Paradójicamente la mayoría católica vive en el tercer mundo. El error sería entrar en la discusión que propone Benedicto XVI sobre la teología, la doctrina y la liturgia. En realidad, el debate debería centrarse sobre las historias, las memorias y los modos de vida que están detrás de la pretensión restauradora. Y sobre el peligro de las miradas hegemónicas, que no sólo no atienden a otras perspectivas sino que pretenden condicionarlas y confinarlas.
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