› Por Javier Lorca
“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos”, precisa una frase que, cada tanto, Borges lograba no citar. Si ésa es la irremediable y constitutiva esencia del lenguaje, ¿qué matices, qué agonías, qué verdades y mentiras del mundo no serán nunca representadas o ni siquiera aludidas si el hombre sucumbe a “la pesadilla monolingüe”? En La supremacía del inglés en las ciencias sociales, Renato Ortiz reflexiona sobre la riqueza de las ideas y la diversidad de las tradiciones acorraladas por la pretensión de crear saberes universales bajo la hegemonía de una sola lengua. La cuestión tiene unas cuantas aristas trilladas y mayormente tediosas, pero el sociólogo brasileño parte de dos premisas que rompen con el sentido común con que suele considerarse la primacía de la lengua inglesa: una consiste en evitar toda diatriba contra la “dominación imperialista” y la otra, en escapar a las formulaciones esencialistas que le conceden a la cultura propia un valor de autenticidad. Desde ese lugar, su reflexión recorre los contrastes y las convergencias entre lo local, lo internacional y lo global, entre las modalidades discursivas de las ciencias “naturales” y las ciencias “sociales”. El caprichoso lector destaca el capítulo “Cientificismo, cientometría e insensatez”, en el que el autor pone en cuestión la burocratización del conocimiento, las políticas bibliográficas, la cultura de la cita, los dilemas de la traducción, entre otras prácticas naturalizadas por quienes ejercen las “ciencias sociales”.
Renato Ortiz muestra cómo la posibilidad de que el inglés se constituya en una suerte de “lengua franca” deriva de una serie de “estrategias de persuasión” y desnuda los específicos riesgos que, ante la uniformidad lingüística, asumen las “ciencias sociales”, dada su íntima relación con el contexto sociocultural. Lo ideal –concluye– sería conocer todas las lenguas en que se expresan los saberes; “no tendríamos entonces una universalidad del espíritu, sino una biblioteca de textos al servicio de una mayor riqueza del pensamiento”, un ideal irrealizable pero necesario como horizonte, “porque el cosmopolitismo de las ideas sólo existe si se toma en cuenta la diversidad de acentos de las tradiciones intelectuales”. Por supuesto, las lógicas epocales parecen apuntar en un sentido contrario: “Publicar y ser citado en inglés no sería el resultado de la expansión de un circuito, de su ampliación territorial, sino la condición primera del pensamiento (...) Escribir en otra lengua ya no significa estar circunscripto a una determinada forma de expresión; dicha condición se percibe como un localismo, una limitación”. Y sus implicancias son tanto una jerarquía entre lenguas como una segregación intelectual.
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