ESCRITO & LEíDO
Desagravio al populismo
› Por José Natanson
La idea, largamente desarrollada por Ernesto Laclau, es desagraviar al populismo, sacarlo del desván de las ciencias sociales y repensarlo no como un conjunto de programas específicos o una ideología determinada sino como una forma de la política, un modo particular de constitución y funcionamiento de la identidad política. Siguiendo esta línea, Gerardo Aboy Carlés repasa los grandes momentos de ampliación de los derechos políticos y sociales durante el siglo pasado, analiza los liderazgos más fuertes de los últimos veinte años de vida democrática (Alfonsín, Menem, Kirchner) y concluye que, lejos de un demonio, el populismo “constituye la principal tradición democrática de la historia argentina”.
El artículo –Populismo y democracia en la Argentina contemporánea. Entre el hegemonismo y la refundación– está incluido en el último número de la publicación semestral Estudios Sociales. Allí, Aboy Carlés retoma la línea de Laclau y le atribuye al populismo dos características básicas: el fundacionalismo y el hegemonismo.
Por fundacionalismo entiende la práctica de establecer abruptas fronteras políticas en el tiempo, entre una situación pasada pero aún cercana que es demonizada, y un tiempo venturoso que aparece como la contracara de ese pasado. El tiempo específico de la gestión de la frontera es el presente, un presente que será de esfuerzos debido a ese pasado amenazante. El hegemonismo, en cambio, es la pretensión de un imposible: un tipo particular de articulación hegemónica que pretende la clausura de cualquier espacio de diferencias políticas al interior de una comunidad. Es por supuesto irrealizable, porque la conformación de cualquier identidad es relacional y requiere de la constitución de límites.
La conquista de los derechos políticos durante el yrigoyenismo y de los derechos sociales bajo el peronismo se operó bajo formas populistas. El retorno de la democracia en 1983 implicó una institucionalización del pluralismo y, consecuentemente, un debilitamiento de la forma populista, que de todos modos no desapareció completamente. Una de sus características –el hegemonismo– se encuentra atemperada, mientras que la otra –el fundacionalismo– sigue viva.
Aboy Carlés repasa los sucesivos “nuevos comienzos” de Alfonsín (frente al régimen militar), de Menem (frente al caos inflacionario) y de Kirchner (frente al neoliberalismo de los ’90) y arriesga una paradoja: si bien el fundacionalismo crónico altera la continuidad de un régimen y descalabra la estabilidad, se ha demostrado como el único factor capaz de producir los efectos de homogeneización política necesarios que garantizan a todo gobierno el margen requerido para permanecer en sus funciones. El contraejemplo es la Alianza, que no logró establecer una ruptura nítida con el menemismo y fracasó estrepitosamente.
El autor concluye: “El análisis de más de dos décadas de vida democrática nos revela la imbricación entre elementos provenientes de la matriz populista y elementos democrático-liberales. Si el hegemonismo ha menguado en la vida política argentina, un crónico refundacionalismo sigue siendo su marca distintiva. La tradición populista es, con sus inherentes limitaciones, la principal tradición democrática que ha tenido la Argentina y algunos de sus elementos seguirán presentes allí donde surja un reclamo de inclusión comunitaria”.