Lun 21.11.2005

ESCRITO & LEíDO

Una Plaza, no todas las plazas

› Por José Natanson

Corazón de la vida pública argentina, la Plaza de Mayo ciertamente merecía un libro que no orientara su atención al aspecto urbano o arquitectónico, sino que se enfocara en su costado netamente político, de centro simbólico de la historia nacional. Gabriel D. Lerman lo ha hecho en La Plaza política, que comienza con una cita de Borges que utiliza para definir a la Plaza de Mayo: “Un Aleph urbano de Buenos Aires, el lugar por donde todo pasa y por donde todo pasó; cada acto, cada irrupción popular, cada desfile”.
Los primeros acontecimientos que tuvieron a la Plaza Mayor de la Santa María de los Buenos Aires como protagonista fueron las dos invasiones inglesas y, después, la revuelta del 25 de mayo de 1810. “La Plaza se autonomiza y se politiza”, sostiene Lerman. Y agrega que, con el paso de los años, se va consolidando como el epicentro de la ciudad: allí se van asentando la Catedral, el Cabildo, la Casa de Gobierno, los bancos, el Palacio Legislativo, el Teatro Colón (hasta 1888), los hoteles y los restaurantes. En 1890, el estallido del cantón cívico-militar del Parque de Artillería se traslada a la Plaza.
Más tarde, en 1910, la Argentina festejó allí su centenario, “con grandiosidad y altanería, porque se cree capaz de semejante júbilo”. Lerman menciona también el 17 de octubre de 1945, inicio de “la Plaza peronista”, y el bombardeo antiperonista de 1955, violento punto de partida para la “plaza rota y fragmentada”. Luego viene la plaza de la recuperación democrática, de los actos masivos de la primavera alfonsinista, y después el desánimo: entre 1989 y 2001, los usos de la plaza se diversificaron y a la vez se atenuaron sus fines políticos, que estallaron nuevamente en la forma del cacerolazo y las movilizaciones del 19 y 20 de diciembre del 2001.
“No se trata de fijar, mediante la catalogación, un listado de usos urbanos. Se trata de pensar la centralidad de este espacio en la vida política”, sostiene Lerman al explicar el eje articulador del libro. “Todo o casi todo fue a enhebrarse allí. Pero tan obvio parece el hecho de que hay un desemboque simbólico en una plaza, como misterioso que una cambiante noción arquitectónica mantenga cierta unidad ante cambiantes hechos políticos”, agrega.
Hay un aspecto casi estructural de todo el asunto que Lerman apenas menciona en su libro, y es la condición de país fuertemente centralista de la Argentina como explicación elemental del protagonismo excluyente de la Plaza de Mayo: aunque se trata en los papeles de un estado federal, se sabe que aquí todo pasa por Buenos Aires, sede de la política y la economía, eje de la infraestructura y el transporte, epicentro cultural y asiento de los medios de comunicación. En aquellos países con un federalismo más real es impensable que la historia transcurra casi exclusivamente por un solo lugar. Allí no existe siquiera la posibilidad de una Plaza de Mayo.
Pero, al margen de esta omisión, lo que llama la atención es otra cosa. Es acertada, desde luego, la decisión de no construir un relato meramente histórico, con una sucesión de estallidos, manifestaciones, asunciones y desfiles, y buscar el sentido político de la Plaza de Mayo. El problema es el criterio: Lerman describe en detalle algunas plazas (la de 1810, la del 17 de octubre, la del 20 de diciembre) y apenas menciona otras (la de las Malvinas, con miles de personas vivando a Galtieri, o “La Plaza del sí”, que, fogoneada por Bernardo Neustadt, fue un record de convocatoria y se convirtió en un símbolo de la potencia política del primer menemismo). Ignorar estas plazas, que al autor seguramente le entusiasman menos que las que describe con cariño y profundidad, es ignorar un pedazo –olvidable, reprochable y trágico, pero no menos cierto– de la historia argentina.

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