› Por José Natanson
Históricamente, los totalitarismos se apoyaron en un partido único, que monopolizaba la vida política y social, y los populismos se sustentaron en movimientos colectivos que, sin llegar a coparlo todo, tendían a identificarse como los únicos capaces de encarnar al pueblo y a la Nación. No había partes en disputa, competencia o pluralismo. Por eso, la solidez y la estabilidad de los partidos políticos ha sido considerada, junto con las elecciones, uno de los pilares de la democracia.
¿Qué clase de democracia es aquella en la que los partidos no importan? Esta es la paradoja que guía La política después de los partidos, el último libro compilado por Isidoro Cheresky, que analiza la particular situación de las democracias contemporáneas, donde los partidos han dejado de ser los principales organizadores de la vida política y, aunque conservan cierta importancia, ya no funcionan como la expresión estable de las preferencias ciudadanas. Hoy, afirma Cheresky en el estudio introductorio, los partidos políticos parecen más agencias semiestatales que emergieron de la sociedad civil, pero que se fueron convirtiendo en dispositivos públicos sostenidos por el Estado, en lugar de organizaciones apoyadas en la convicción militante de sus integrantes.
Transformados en un recurso más bien instrumental, los partidos políticos conforman hoy un espacio difuso, gelatinoso y fluido, donde sobresalen los liderazgos de popularidad de dirigentes que, en el mejor de los casos, los utilizan del modo que les resulta más conveniente. El peronismo en tiempos de Kirchner es un ejemplo notable. Desde que llegó al poder, el presidente se fue inclinando hasta apoyarse en el PJ, aunque su legitimidad deviene sobre todo de la construcción de una relación directa, pero virtual, con la opinión pública. Ubicado en el centro de un escenario unipolar, Kirchner lidera un movimiento hetereogéneo, donde los peores resabios del peronismo tradicional conviven con ex frepasistas, líderes de movimientos sociales, sectores del radicalismo con poder institucional y oportunistas de todo tipo. Esto, insinúa Cheresky, abre dudas sobre las posibilidades reales de Kirchner de crear una nueva fuerza política, el lugar que –según ha dejado trascender– le gustaría ocupar en una eventual presidencia de su esposa.
En un artículo que complementa el de Cheresky, Hugo Quiroga analiza el impacto institucional –la concentración de poder, el decisionismo, la vocación hegemónica– en este nuevo escenario. El libro se completa con estudios de diferentes autores sobre casos subnacionales, elegidos no por cuestiones demográficas o geográficas, sino por su interés político: Darío Rodríguez (Buenos Aires), María Dolores Rocca Rivarola (La Matanza), Rocío Anunnziata (Morón), María Soledad Delgado (Rosario), María Isabel Silveti (Santiago del Estero) y Daniela Slipak (Mendoza).
En general, los diferentes artículos que integran el libro buscan dar cuenta de complejidades, paradojas y matices que son pasados por alto en la mayoría de los análisis de este tipo. Y también sirven, quizá sin proponérselo, para demoler algunos mitos, como aquel que dice que no existe una democracia sin partidos estables, o la idea de que una buena elección es aquella en la que pesan sólo las propuestas de los candidatos –como si el pasado o las alianzas no significaran nada–, o la tontera eurocéntrica, pero tan difundida como vulgata periodística seudoacadémica, de pensar que lo ideal es siempre un sistema político compuesto por dos partidos, uno de izquierda y uno de derecha. Como si fuera tan fácil.
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