Lun 24.09.2007

ESCRITO & LEíDO

Políticas del amor

› Por Javier Lorca

¿Qué es el amor? El capricho lector usurpa amablemente algunas citas de la biblioteca. Es un juego entre tener y no tener, es lo que falta y se desea. Una ilusión individual fundada en una necesidad general. Una locura pasajera que se cura con el matrimonio (o convenios afines). Es una relación donde se dispensa un don, que no se posee, a cambio de nada. Es la búsqueda de una unión imposible para conjurar al fantasma de la muerte... Sin abundar con la importancia que las personas idealizan concederle, ni con la ubicuidad de sus emotivas variantes en los relatos que circulan y se reciclan en la industria cultural, la sola infinidad de respuestas que han ensayado las historias de la literatura y la filosofía reclama la atención de las ciencias sociales. Quebrando rigideces académicas, al amor se aboca el último número de Apuntes de Investigación, la revista que publica el Centro de Estudios de Cultura y Política. Que afronta así el segundo verbo de la trilogía temática sugerida por “Naranjo en flor”: sufrir (fue el número anterior), amar, partir. Y lo hace abordando al amor apasionado y romántico, sus particularidades locales y algunas expresiones populares (en el tango y la zamba), el amor a Dios, a ciertos objetos (obras de arte o una camiseta de fútbol), su relación con ciertas prácticas (la docencia ad honorem, la etnografía).

Como semilla del grupo familiar, el romance sustenta y reproduce a la sociedad moderna. Sería –ha reiterado la teoría social– una invención occidental (diversas sociedades conocen y conocieron el amor romántico, pero con la precaución de deslindarlo del matrimonio y la progenie o, directamente, de oponerlo al orden dominante). “Claramente no es así”, desafía Charles Lindholm en el artículo que abre la entrega. Apelando a ejemplos de otras culturas, demuestra que el romance no es ni exclusivo de Occidente ni un valor universal, sino una idealización vinculada a lo que denomina estructuras sociales fluidas (o líquidas), en las que priman el individualismo, la presión, el riesgo, la movilidad y la competencia, con lazos e identidades débiles. “El romance en estas sociedades es asociado con el matrimonio, porque la pareja es idealizada como el último refugio contra el mundo hostil y funciona como el núcleo necesario de una organización social atomizada.” La inseguridad existencial mueve a las personas a desear un amor intenso y trascendente para dar, aunque provisorio, un sentido al vivir.

Dentro del capitalismo, el amor tiene el infrecuente privilegio de suponerse ajeno al intercambio mercantil. Occidente lo imagina como un refugio donde se suspende el interés, donde resisten lo gratuito y lo inútil. “Amar significa ser capaz de no dejar que la espontaneidad sea secuestrada por la presión omnipresente de la intermediación de la economía”, escribió Adorno, basando la mirada de la teoría crítica, para la que el amor romántico sólo puede sobrevivir si logra detener a la lógica del capital. En contra de esa perspectiva, Eva Illouz sostiene desde hace una década que el amor romántico y el capitalismo funcionan simbióticamente, asociando rituales y consumos. Primero, los amantes aprenden repertorios culturales de acción y comunicación a través de la publicidad y los medios de comunicación. Segundo, el mercado dispone un escenario público para el cortejo y el amor (cines, cafés, restaurantes, paseos, pequeños viajes). Y tercero, el amor romántico es socialmente endogámico, el romance no atraviesa (contrariando al mito novelesco) barreras sociales y geográficas, alimenta la reproducción de la desigualdad.

Hay una sutil insistencia, cara a la sociología, que atraviesa varios artículos de estos Apuntes de Investigación: ningún análisis desde las ciencias sociales debería descuidar los significados construidos y otorgados por los sujetos a sus prácticas. “Por los propios amantes a la interacción amorosa”, especifica Sergio Costa, antes de asaltar el planteo de Illouz. Lo diferencial del romance respecto de otras interacciones sociales es “justamente la atribución por parte de los actores de un sentido único, particular y mítico al amor”. La oferta de productos no genera “la energía amorosa”, del mismo modo que “un agnóstico no se sentirá cercano a Dios ni siquiera en el más rico y expresivo de los templos”. La frontera se establece por el uso distintivo y exclusivo que los amantes hacen de los mismos productos. Y ahí radicaría la especificidad del amar, en la puesta en juego de un código del amor, un universo simbólico propio. “Para que se configure la relación romántica es necesaria la creación de un ámbito de comunicación (improbable) que recorte y aparte a los amantes del entorno social”, y los distancie de ser meros consumidores de rituales prefabricados. “En este sentido simbólico expresivo –argumenta Costa–, la obliteración de las fronteras entre mercado e interacción amorosa significaría el fin del amor romántico.”

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