ESPECIALES
PEORES
› Por J. M. Pasquini Durán
En esencia son las de siempre, aunque peores en algunos aspectos, las relaciones desiguales entre un poder imperialista y un país periférico, subordinado no tanto por sus debilidades cuanto por la voluntad de los sucesivos gobernantes. Antes del fatídico 11 de setiembre ya eran complicadas por la llegada a la Casa Blanca de un gobierno, surgido de elecciones envenenadas por las sospechas de fraude, extremista de la derecha “republicana” rústica y arrogante, convencido de que la “globalización” era de su propiedad privada por derecho natural y que la América latina era, más que nunca, el patio trasero de la oficina oval. Después de perder la vulnerabilidad, en un acto tan inesperado como repudiable, ese talante encontró la justificación para cerrarse sobre sí mismo, con la ventaja de alinear detrás suyo al pueblo estupefacto de Estados Unidos, dispuesto por el tormento a seguir las altisonantes promesas de venganza y la fanfarria épica del patriotismo parroquial. Respecto de América latina la actitud también cambió: comenzó a prestarle atención pero para disciplinarla y para disuadir como sea a los ariscos y los quejosos. El “Plan Colombia”, que lo involucra directamente en los asuntos internos de esa nación, y la inocultable satisfacción por la oposición a Hugo Chávez en Venezuela son apenas dos datos relevantes de esa flamante dedicación. No es casual que sean países petroleros: Venezuela es el tercer proveedor de Estados Unidos y Colombia el séptimo.
Cuando cayó el comunismo soviético, a principios de los años ‘90, para muchos el globo ingresaría a una etapa de multipolaridad, sin las certidumbres esquemáticas de la Guerra Fría pero con horizontes abiertos a la mundialización del comercio y las finanzas, de la política y de la cultura. En la misma dirección, América latina sería favorecida por el acceso a la “opción europea” en su política exterior, con lo cual multiplicaría las oportunidades de cooperación y disminuiría los desequilibrios en las relaciones bilaterales y regionales con Estados Unidos. Con la misma ingenuidad, cuando cayeron las Torres Gemelas del World Trade Center, algunos pensaron, incluso aquí, que el dolor compartido y el repudio al terrorismo enlazaría a las Américas en un mismo impulso de solidaridades recíprocas. Cuanto más Argentina que cualquier otro país de la zona, porque había sufrido el agravio en carne propia, con las ataques a la embajada de Israel y a la sede de la AMIA, y había renunciado en la década del 90 a tener política externa autónoma para secundar a Washington en lo que quisiera mandar. Era el menemismo, pero luego la Alianza de Fernando de la Rúa también le dio el gusto al votar contra Cuba en el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
En cambio, Argentina ingresó al mapa de la desconfianza norteamericana debido a los defectos de sus controles inmigratorios y aduaneros, con la triple frontera bajo la lupa de los cruzados contra “el Mal”. La repuesta obligación de solicitar visa para los pasaportes criollos indica que esas deficiencias son más importantes que las pruebas de amor de las políticas de gobierno. Los ejercicios con tropas desembarcadas a propósito en el área, para cuyos miembros se exigen certificados nacionales de inmunidad al margen de las normas universales, sobre todo del Tribunal Penal Internacional, es otra elocuente evidencia del lugar adjudicado a los confines compartidos con Brasil y Paraguay. La asociación en el Mercosur, de valor estratégico para el país es otro motivo de irritación, en la medida en que es considerada un obstáculo para la rápida formación de la Asociación de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que aumentaría el treinta por ciento de las exportaciones estadounidenses a la América latina. La expansión imperialista sin frenos es una necesidad del Big Brother para aliviar las dificultades de su economía y apoyar las crecientes demandas de recursos para sostener el militarismo desenfrenado, en guerra contra medio mundo. Para países quebrados como Argentina esa apertura irrestricta es equivalente a mentar la soga en casa del ahorcado. Desde siempre se sabe que los imperios no tienen amigos sino intereses. Después del 11 de setiembre, hay que señalar además que los intereses de la Casa Blanca incluyen una complicidad incondicional con su propia guerra, que ha pasado a ser el lugar oscuro de la globalización. En la última edición (setiembre 2002) el editorial de Criterio reflexionó: “La relación entre globalización y violencia se fortalece en vez de neutralizarse a favor de la paz, porque favorece a algunos, desarraiga o margina a muchos, y el resentimiento y la autoestima azuzan el terrorismo...”. En estas condiciones, la tentación del nacionalismo de clausura es el reverso de la entrega sin condiciones. El sendero estrecho y escarpado que elude esos extremos es, otra vez, el que lleva a la paz con justicia, a la libertad, la cooperación y la integración soberana dentro de cada país y hacia el mundo. Es difícil de recorrer, pero la experiencia indica que es el único, hasta que nadie proponga otro mejor, para conservar la dignidad y la identidad que las naciones como las personas necesitan para que la vida valga la pena.