ESPECIALES › SUPLEMENTO 21º ANIVERSARIO
› Por Antonio Cafiero*
En los últimos meses los argentinos hemos asistido a un nuevo y drástico viraje ideológico en el antiperonismo irredento: de una férrea postura “republicana” (o “institucional”) a una tenaz defensa de presiones corporativas intimidatorias. Como veterano de todas las cruzadas antiperonistas, no es algo que me sorprenda: todavía hoy, para algunos, la violencia tiene menos importancia cuando se aplica contra gobiernos, dirigentes o militantes peronistas.
En este tiempo hubo quienes asumieron una posición contraria a las retenciones sólo para expresar su indisposición con el gobierno nacional. Podrían haber asumido posiciones industrialistas o federalistas, o ecologistas, o cualquier otra cosa. No pretendo entonces cuestionar reclamos basados en intereses sectoriales, coyunturales pero legítimos. Todo ciudadano tiene derecho a peticionar a las autoridades. Lo que no es en absoluto legítimo es la forma en que esos reclamos fueron expresados. Bloquear las rutas, cortar absolutamente el paso de camiones (y hasta de ambulancias), ostentar armas y utilizar un lenguaje notoriamente agresivo constituyen actos completamente reñidos con los más elementales principios democráticos, que evocan un pasado “gorila” que creíamos definitivamente superado.
Algunos pretenden relativizar estos hechos afirmando que se trata de un método ya utilizado en el pasado por los piqueteros. Tal vez no es ocioso recordar que no es comparable el reclamo por la creación de puestos de trabajo, mejorar los salarios o el acceso a superiores condiciones de vida con las demandas de sectores de medianos y altos ingresos que atraviesan un período de incuestionable prosperidad. Pero además, nunca antes se había intentado un cerco de esta magnitud sobre millones de habitantes. Comparado con el reciente “apriete” de algunas organizaciones de productores agropecuarios, los piquetes fueron fiestas infantiles. No veo que los sectores dirigentes señalen suficientemente este pésimo precedente para la calidad institucional de la democracia argentina.
El conflicto campo-ciudad es un clásico de nuestra historia política. Pero, inversamente a lo que se ha afirmado en algunos espacios, no siempre los dueños de la tierra tuvieron posturas contrarias a los gobiernos nacionales: después de Caseros, la tan criticada política de Rosas de entregar tierras públicas a sus partidarios fue ampliamente superada. Entre 1876 y 1898, nada menos que 41.787.000 hectáreas fueron repartidas, gratuitamente o casi gratuitamente, entre familias de abolengo y favoritos del gobierno. Nuestra evolución fue diferente, por ejemplo, de la de Estados Unidos, donde las tierras fueron entregadas en mayor proporción a colonos, lo que permitió una mayor división de la propiedad y el aumento de la productividad agro-ganadera. Ello explica que aún hoy sólo haya 4000 dueños de casi la mitad de la superficie destinada a la producción agropecuaria en toda la Argentina.
La “representación de los hacendados” siempre fue desproporcionada en todos los gobiernos desde 1810 hasta 1946. Es curioso que tantos historiadores hayan repudiado las ideas corporativistas de la primera mitad del siglo XX, pero hagan la vista gorda cuando se trata de la representación corporativa de muchos propietarios latifundistas, que por supuesto siempre profesaron mayoritariamente el credo liberal.
La llegada del peronismo introdujo un cambio fundamental en esta tendencia: no se interesó tanto por el reparto de la propiedad de la tierra, rehusándose a aceptar las inflamadas “reformas agrarias” que se proponían desde la izquierda, como por la distribución de las ganancias del agro. Los antecedentes más relevantes fueron el congelamiento de los precios de los arrendamientos rurales y la creación del instituto que centralizó el comercio de granos, el IAPI, que suscitó entonces críticas muy similares a las que recibe la política del actual gobierno nacional. De hecho, aún se recuerdan los ya clásicos planteos acerca de las “obras suntuosas” que habría construido el gobierno peronista con lo “extraído” a los productores rurales. Lo cierto es que esta afirmación es sólo valedera para los años 1947 y 1948, en los que la situación excepcional del mercado internacional de la inmediata posguerra le permitió al IAPI obtener muy buenos precios, superiores a los que se pagaron en el mercado interno. Las ganancias volvieron, sin embargo, y en buena medida, al campo, en forma de subsidios y compensaciones para el aumento de los salarios rurales, intereses y gastos sobre préstamos a cargo de productores rurales, luchas contra las plagas (durante el gobierno peronista se erradicó la langosta, una de las plagas más dañinas para el campo), fomento de la siembra y multiplicación de semillas, compensaciones a los productores de caña de azúcar, aceites, molinos harineros, etcétera. Posteriormente, el IAPI arrojó pérdidas para poder sostener los precios de los productores rurales.
A partir de 1952 el gobierno peronista fomentó decididamente la cooperativización del comercio interno e internacional de granos, en sustitución del propio organismo estatal y de la red de intermediarios, que extraían mayores beneficios que los propios agricultores. A pesar de todo, el sector de mayor riqueza agropecuaria fue siempre neoliberal y antiperonista. Siendo ministro de Economía, recuerdo que en 1975 los ganaderos realizaron huelgas comerciales y hasta un largo lockout de 18 días, en el cual también se cortaron rutas, e incluso sacaron las vacas a la calle Florida para protestar por el precio de la carne.
(Viene de la página 31)
Un comentarista de la época, Daniel Muchnik, afirmaba: “El agro era víctima y artífice de una ironía. Su protesta se manifestaba en un momento en el que el sector había logrado mejoras sustanciales”. La legitimidad del paro fue defendida hasta por el propio jefe de bloque de diputados radicales. Cuatro meses después, los militares derrocaban al gobierno constitucional.
Hoy han vuelto a la carga. Cegados por la buena prensa de ciertos argumentos absurdos, algunos sectores de la sociedad razonan como si el dinero público asignado a las políticas sociales sólo fuera un despilfarro demagógico de los gobernantes de turno. Mientras, mantienen una verborrágica condena contra la pobreza y la desigualdad, una sólida disposición a denunciar las carencias de hospitales y escuelas y una agilidad envidiable para comparar desfavorablemente nuestros servicios con los de otros países donde la carga tributaria es proporcionalmente muy superior a la nuestra. Con esa lógica, es entendible la aversión de unos y otros contra cualquier tipo de impuesto. Queda por saberse cómo se redistribuye la riqueza sin que los más ricos paguen más impuestos. Además, no oigo suficientes voces ilustradas que recuerden a la opinión pública que mantener bajos los precios internos de alimentos y servicios es otra forma de redistribución de la riqueza. Amén del hecho de que las retenciones se aplican sobre una ganancia que se explica fundamentalmente por la intervención del Estado en el precio del dólar.
La mayor parte de quienes hasta hace poco venían pontificando sobre una supuesta baja calidad institucional luego alimentaron con nafta uno de los más desleales aprietes que ha debido soportar un gobierno constitucional en las últimas décadas. En su momento criticaron al peronismo por apoyar desde la oposición huelgas de trabajadores que tienen el amparo constitucional del que carecen los boicots empresarios y cuyas consecuencias para el conjunto fueron mínimas comparadas con las del último paro rural.
Algunos “opinólogos” suelen repetir cada tanto que el peronismo no deja gobernar cuando está en la oposición. Hoy justifican su disposición a sacar provecho de una situación insostenible con argumentos oportunistas, todo en nombre de la ética republicana. Como ya vimos, no es la primera vez que ocurre. ¿Quién es entonces el que no deja gobernar?
Por último, es preciso que reconozcamos una insuficiencia de la que también tenemos que hacernos cargo los peronistas: excesivamente enfrascados en encontrar la salida de la crisis del 2001, no hemos sabido aún traducir adecuadamente las decisiones de gobierno en argumentos políticos que nutran los discursos de dirigentes, cuadros técnicos y militantes. Históricamente fue una de nuestras principales fortalezas. La capacitación política no es sólo el aprendizaje de técnicas y conocimientos para la gestión; también es la adquisición de una perspectiva política desde la cual valorar o criticar las decisiones gubernamentales. Es un desafío fundamental para los tiempos que vienen: la capacidad institucional de la democracia también se nutre de la habilidad de los movimientos políticos para articular fuerzas sociales dispersas en un proyecto de nación.
* Ex ministro de Economía del segundo gobierno de Juan Perón y del de Isabel Perón. Ex senador nacional.
Publicada el 7 de mayo de 2008.
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