ESPECIALES › SUPLEMENTO 21º ANIVERSARIO
› Por Ricardo Sidicaro*
La discusión de estos meses ha dado por aceptada la legitimidad política de las retenciones a las exportaciones agrarias, ya que la disputa se centró en los porcentajes y, prácticamente, fueron escasas las críticas al derecho del Estado a establecerlas. Los argumentos oficiales que respaldaron la medida, centrados en la distribución social de las ganancias excesivas que obtendrían los empresarios rurales en virtud de las situaciones muy favorables de los mercados internacionales, parecieron convincentes para una parte de la población. En cambio, no creó consenso en las provincias la concentración de esos ingresos en el gobierno central, y al respecto la disconformidad se expresó bajo el reclamo federalista. Es difícil saber cómo se saldarán los conflictos, pero bien cabe plantear una reflexión que se ponga por encima de las tensiones del momento y preguntarse sobre para qué podrían emplearse los fondos suplementarios que la Argentina dispondrá mientras duren las actuales situaciones beneficiosas para la producción agroexportable.
En las polémicas en curso hemos visto volver una palabra casi olvidada: la oligarquía, cuya carga de sentidos es muy amplia, pero que en su empleo más conceptual sirve para referirse al sistema político-económico en el que la elite gobernante de principios del siglo pasado y los grandes propietarios rurales coincidieron en el error de creer que las ventajas relativas ofrecidas por el mundo de la primera globalización (1880-1914) serían eternas. La imagen mítica de la bonanza de los mercados internacionales alimentarios mostró tener una larga vida: aun cuando la primera Gran Guerra la puso en duda, renació en los ’20; si bien capotó con la crisis del ’30, se recuperó hacia fin del decenio y a la espera del fin de la Segunda Guerra Mundial, con expectativas frustradas por el Plan Marshall; duras de matar, las ilusiones volvieron con la Guerra de Corea; el deterioro de los términos de intercambio pareció dejar para las antologías de literatura a la Argentina del “ganado y de las mieses”; en el programa de la dictadura anticomunista instalada en 1976, la esperanza mágica se cifró primero en los agro-business y luego en la exportación de cereales secundarios a la Unión Soviética; por entonces, el despunte de la soja le dio un nuevo soplo de vida a la quimera.
En lo interno, el actual empuje agroexportador argentino carece de las claves que favorecieron al sistema oligárquico: los grandes propietarios rurales no tienen la capacidad política e ideológica para actuar como una clase dirigente y poner a su servicio a una sociedad compleja como es la nuestra; en lo externo, la virtud de la fertilidad natural de la “pampa pródiga” se hizo relativa frente a los adelantos de las tecnologías agroquímicas que permiten cultivar tierras escasamente dotadas de condiciones agronómicas. Por otra parte, las alarmas, que no son nuevas, sobre la futura falta de alimentos hacen que las naciones con administraciones racionales se doten de políticas de Estado al respecto. El capital móvil de la época de la globalización hace rato que busca la solución de la ecuación agraria en la periferia: tierras baratas, gobiernos dúctiles, salarios agrícolas ínfimos.
Es probable que la inserción actual en los mercados mundiales le permita al país recibir por la vía de las retenciones importantes cantidades de divisas. Una política de Estado, con un realismo basado en las experiencias anteriores, debería privilegiar el empleo de esos fondos para fomentar el desarrollo científico y tecnológico que trate de situar a la sociedad argentina a la altura de los desafíos de la etapa actual de la modernidad cultural y productiva. Esa orientación nada tendría en común con los proyectos que se limitan a pedir apoyos estatales para mejorar la eficacia técnica de un “nuevo granero del mundo”, cuyo carácter coyuntural no pueden pensar. Quienes suponen que al “viejo granero” le fue mal por culpa del populismo y del intervencionismo estatal, ignoran tanto las transformaciones mundiales de entonces como las de ahora.
El mundo en el que vivimos es el de la sociedad del conocimiento en el que la materialidad de los bienes ha perdido predominio frente a la importancia del avance de las ciencias que transforman permanentemente las condiciones de su producción. Las inversiones en el desarrollo científico y en la educación superior constituyen las principales externalidades positivas que favorecen no sólo el desarrollo económico, sino también social y cultural de los países. En la sociedad del conocimiento, se fueron al museo de la historia, o al desván de trastos viejos, las falsas dicotomías entre caramelos y acero, entre agro e industria y, no está de más recordarlo, entre las mal llamadas ciencias duras y ciencias blandas. Si la meta fuese avanzar hacia una situación en la que se produzcan y se empleen los conocimientos de punta de las diversas disciplinas científicas, ésa no sería una mera ventaja corporativa para quienes trabajan en ese dominio de la práctica social. El efecto distributivo de las políticas estatales de fomento de las ciencias, cuando no se ponen al servicio de intereses empresarios particulares, alcanza a toda la población. Todos los niveles de la educación y el pensamiento de la sociedad sobre sí misma pueden resultar ampliamente beneficiados con tales orientaciones de los fondos públicos en general, y no sólo de los provenientes de las coyunturales retenciones a las exportaciones.
*Investigador principal del Conicet, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
Publicada el 12 de mayo de 2008.
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