Vie 20.12.2002

ESPECIALES

UN MITO DE SOLAPA

› Por Martín Granovsky

Pico máximo de la rebelión popular, momento culminante del descrédito de la política tradicional, instante simbólico de un golpe institucional, evidencia de la desarticulación política de la Argentina. Depende de cómo se mire el 2001 habrá un 20 de diciembre a gusto del consumidor. Pero, ¿tiene sentido fragmentar tanto el 20 de diciembre para quedarse con un retazo y convertir ese pedacito en una fecha mítica? El mito no tiene contradicciones. No puede tenerlas. Tampoco encierra pelea. Lo bueno es bueno y lo malo es malo. Bien a la argentina.
Antonio Gramsci fue uno de los teóricos marxistas más originales del siglo XX. Sin embargo, murió sin tener respuestas para un misterio del pensamiento humano: por qué la Argentina tiene tanta pasión por la lectura de solapa. Incluso, por la lectura del propio Gramsci.
Para el italiano, la sociedad civil era un terreno de conflicto, de luchas sociales, de discusión de proyectos hegemónicos. Pero la lectura de Gramsci al paso convirtió su riqueza en una caricatura de cuatro trazos:
n La sociedad civil es lo que se opone al Estado.
- La sociedad civil es lo mismo que la sociedad.
- Si el Estado es el aparato de control de las clases dominantes –y por eso incluye entre otras cosas la política y los políticos–, quiere decir que es malo.
- Si el Estado es malo, por contraste la sociedad es buena.
En los años ‘80 el Gramsci de solapa llevó a la santificación del mercado. Todo consistía en pensar que el mercado era parte de la sociedad y no del Estado. Una parte molesta, anárquica y difícilmente controlable, si se quiere, pero parte al fin de la dimensión social de las cosas, o sea la “buena”. Era fácil, desde esa simplificación brutal, endiosar al mercado como el mejor modo de asignar funciones y recursos dentro de la sociedad. Así nació el Gramsci neoliberal, el Gramsci pata izquierda de la constelación ideológica de moda en todo el mundo.
En los ‘90 el neoliberalismo no dejó espacio ni para eso, con lo cual la caricatura del Estado y la sociedad sufrió un salto. Quedó suspendida y recién volvió a instalarse en la primera década de este siglo. La consigna “Que se vayan todos”, cuando se expresa sin matices y en bruto, también quiere decir que todo lo malo está en el Estado y la política y todo lo bueno en la sociedad. Es como si en el Estado y la política no hubiera lucha. Y como si no la hubiera, tampoco, a nivel social. De esa manera habría que pasar por alto un conflicto esencial como la discusión de la deuda externa o un debate sobre la naturaleza de los nuevos partidos políticos. Habría que olvidarse de que la sociedad civil está formada por las ONGs que dan de comer a los hambrientos del barrio pero también por instituciones como el Cema, encargada de formar los cuadros de la desigualdad.
Un año después del 20 de diciembre del 2001, sólo el Gramsci de solapa autoriza a pensar que la Argentina sería el mejor país del mundo si sencillamente se extirpara la política. La vitalidad social de este país es conmovedora. La gente organiza comedores, recupera empresas quebradas, transforma los piquetes en formas de autogestión, inventa nuevos métodos de lucha a partir del corte de rutas, hace florecer la cultura y afronta la sustitución de importaciones con un empuje solo parecido al de 60 años atrás. ¿Alcanza? La pregunta sería si, carente de articulación política, la vitalidad social se basta aunque más no sea para sostenerse en el tiempo. Es una pregunta para todos, pero especialmente para los dirigentes y fuerzas de izquierda y centroizquierda, más allá y más acá de las elecciones. Y aquí se da una paradoja. Por un lado, este espacio político hizo todo lo posible en los últimos años para consumar su autodestrucción. Por otro, la aparición permanente de nuevos líderes –de Elisa Carrió a Víctor de Gennaro, de Aníbal Ibarra a Hermes Binner– revela que ni siquiera el fracaso sistemático y la estupidez propia alcanzan para derrumbar las ilusiones de buena parte de los argentinos de contar, aquí también, con una alternativa como el Frente Amplio uruguayo, el Partido de los Trabajadores de Brasil o la alianza social que en Ecuador llevó a Lucio Gutiérrez a la presidencia.
La diferencia es que en la Argentina el momento de construir la identidad de cada uno –momento fundacional e insustituible de cualquier fuerza política– suele ser eterno. Y que todo es divisible por dos, incluso cuando, como en el caso del bloque de diputados de Autodeterminación y Libertad, la fuerza de Luis Zamora, se trata literalmente de dos. Y que todo, a la vez, cumple el principio de reducción a la unidad, al estilo del ultrapersonalismo del ARI.
Puede ser que la anterior sea sólo una impresión. Que el momento de la identidad dure poco, muy poco, y que muy pronto las principales fuerzas del espacio de centroizquierda puedan articular una misma política liberándose de la atadura ridícula, casi religiosa, según la cual no hay que coincidir solamente en una propuesta concreta sino en los fundamentos teóricos de esa propuesta. Pero, ¿y si no es una impresión? ¿Si otra vez los tiempos no coinciden y todo se diluye? Alguien, desde una mezcla de Carlos Marx con la Providencia, podrá decir que si eso ocurre es porque tenía que ocurrir. Fatalismo puro.
Pensar el 20 de diciembre del 2001 como una muestra de que con la voluntad alcanza (¿alcanza para qué, por otra parte?) sería un espejismo retrospectivo. Y tirar la voluntad al tacho también. Si hay algo que el triunfo de Lula revela es que la voluntad política puede construirse. Por eso tal vez no haya que apurarse en imaginar de ahora hacia atrás, con ansiedad, un 20 de diciembre recortado y mítico. Porque no está escrito en ningún lado que el 20 de diciembre haya sido otra cosa que un cruce fugaz entre la crisis de la convertibilidad especulativa y el descrédito de la política tradicional, pero tampoco está escrito que del hartazgo del modelo económico no pueda surgir una reacción a la brasileña.
O sea: puede no llover sopa, pero también llover y que uno esté con el tenedor en la puerta de casa, o llover y que uno busque la cuchara. Da la sensación de que ahora llueve sopa. ¿Habrá cuchara?

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