ESPECIALES
ENIGMAS
› Por J. M. Pasquini Durán
Un año después continúa la controversia de las interpretaciones. Los que creen que después de tumbar al gobierno de la Alianza “nada pasó” a favor del pueblo son contestados por los que creen que aquel día surgió una situación prerrevolucionaria que sigue vigente y los terceros en discordia opinan que un movimiento espontáneo, sin dirección ni representación política propias y confiables, no puede tomar el control de los asuntos públicos ni modificarles el rumbo. Cada opinión, con las secuelas de matices y variantes, tiene a mano la artillería ideológica que sostiene sus argumentos. Hay, sin embargo, otros análisis posibles que permiten eludir las respuestas simplificadas o los diagnósticos cerrados, que por su propia naturaleza absolutista más bien parecen dogmas antes que explicaciones o guías.
Por lo pronto, aquel 20 de diciembre puede ser anotado, sin temor a equivocarse, como un momento de inflexión decisiva en el derrotero del cuarto de siglo anterior, una especie de final de época. Ese día colapsaron, en la credibilidad pública, los procedimientos de la vieja política que se encarnaba en un bipartidismo mayoritario que intentó perpetuarse mediante el Pacto de Olivos (Menem/Alfonsín) y la subsiguiente reforma constitucional de 1994. “Que se vayan todos” sintetizó la réplica del sentimiento popular de hartazgo. Al mismo tiempo, perdió hegemonía absoluta la doctrina conservadora de la economía, también llamada “neoliberalismo”, del ajuste permanente y la exclusión masiva, que había instalado Martínez de Hoz con el terrorismo de Estado y se prolongó en un zigzag de contradicciones crecientes durante más de una década de democracia.
En los procesos revolucionarios, la sustitución del viejo régimen por el nuevo es una secuencia drástica y tajante. En democracia, el relevo demora un tiempo impreciso porque los cambios son graduales, con avances y retrocesos, que ponen a prueba la voluntad, la energía y la perseverancia del movimiento transformador. El viejo régimen que ha controlado por décadas el ejercicio del poder tiene una capacidad de resistencia que es mejor no subestimar. Hace un año apeló a la represión despiadada que mató a no menos de treinta manifestantes y hasta hoy esos crímenes siguen impunes. Desde entonces no dejó de maniobrar para conservar posiciones y acorralar al movimiento de protesta en un callejón sin salida, donde las opciones vuelven a ser las de siempre: Menem, Duhalde & Cía.
Mientras tanto, en el mismo plazo, la rebelión popular fue adquiriendo formas diversas y fragmentadas que sobrevivieron a la explosión circunstancial. También en este asunto hay hipótesis diversas, desde los que anuncian el entierro de las asambleas hasta los que fantasean con el traslado del poder a esas mismas congregaciones vecinales, con visiones otra vez extremas y absolutas. No hay una verdad general, sino evoluciones parciales y diferentes, como ocurre con naturalidad cuando la diversidad de lo plural confluye en un punto común. En tanto la derecha trata de aferrar el timón con las dos manos, las vanguardias de izquierda, más presuntas que reales, imaginaron que por fin había llegado su hora de masas.
En ambos extremos hay grados de obnubilación porque subestiman o sobrevaloran la capacidad de una acción civil voluntaria, sin disciplinas orgánicas ni subordinaciones ideológicas. Algunos, despechados, rezongan contra las clases medias porque, dicen, sólo se mueven cuando les tocan los bolsillos. Si fuera así, razón de más para redoblar las tareas que lleven claridad a esas conciencias invertebradas, antes que las propuestas autoritarias, con promesas de “soluciones” tajantes y rápidas, gane la voluntad de los aturdidos y los indecisos. Es evidente que la redención no vendrá de la mano de una minoría, porque la dimensión de las dificultades a vencer y el poder de los adversarios sólo podrán ser vencidos con el empuje sostenido de mayorías, lo cual incluye al ahorrista y al piquetero, en un frente social y político que requiere de un alto grado de tolerancia y mutua comprensión, por ahora ausentes como tendencias predominantes aunque hay esfuerzos aislados que apuntan en esa dirección.
El 20 de diciembre abrió enigmas que permanecen, por ahora, sin resolver. Como dice el cuento del viejo militante, “cuando tenía todas las respuestas me cambiaron las preguntas”. Esa proyección de caminos sin explorar es, quizá, el saldo más desafiante de aquella jornada que ya es leyenda, en el país y en el mundo. Aunque sólo fuera por eso, vale la pena recordarla, en la calle y en la reflexión, antes que el protocolo de la impotencia la reduzca a un aniversario de nostalgias, en homenaje a lo que pudo ser, en lugar de un impulso hacia adelante, hacia lo que debe ser. I