› Por Pablo Gentili*
Hace algunas semanas fue publicado el nuevo Informe sobre el Desarrollo Mundial 2012-Igualdad de Género y Desarrollo, producido por el Banco Mundial. El documento ofrece un pormenorizado análisis de las disparidades en materia de género, especialmente en los países más pobres (la persistencia de altas tasas de mortalidad en las niñas; las desigualdades educativas; los diferenciales de ingreso; las dificultades de las mujeres en hacer oír su voz, entre otras). La información disponible contrasta con la visión pobre y reduccionista que posee esta agencia con respecto al desarrollo humano y a los derechos ciudadanos.
Para el Banco Mundial, la igualdad de género merece ser defendida porque genera un incremento en la competitividad económica, mejora la productividad de las próximas generaciones (ya que las mujeres controlan mejor los ahorros familiares y cuando son más educadas y sanas poseen hijos más educados y sanos), además de aumentar la representatividad y la pluralidad de opiniones en las sociedades modernas. Ni una palabra acerca de los derechos humanos, ni mucho menos, alguno de los principios de la Declaración que los consagra, la cual, para el Banco Mundial, seguramente es un resabio del pasado a ser descartado por su bajo aporte a la productividad del trabajo.
Un rasgo nada anecdótico pone en duda el deslumbramiento tardío que el Banco Mundial demuestra por la igualdad entre hombres y mujeres: se trata de una institución que nunca ha tenido entre sus directores a un ser humano del sexo femenino. Desde 1946 hasta la fecha, todos los presidentes del Banco Mundial han sido hombres, blancos, occidentales y, claro está, anglosajones. Un recorrido por la galería de personalidades ilustres que ha dirigido la entidad permite ver que sus rostros son bastante semejantes, comparten el mismo tipo de peinado y, en algunos casos, hasta el mismo tipo de calvicie. No menos llamativo es que su Junta de Gobernadores, constituida por 187 miembros responsables de definir y formular las políticas del organismo, posee sólo dieciséis mujeres. Quizás el tema no sería tan grave si no fuera porque el propio Banco Mundial reconoce que la igualdad de género es un elemento importante para el dinamismo económico de las sociedades. Una señal de alerta relevante ya que los que componen la Junta de Gobernadores de la institución no son otros que los propios ministros de Economía de los diferentes países del mundo. Dicho en otras palabras, actualmente, menos del 9 por ciento de los ministros de Economía de todo el planeta son mujeres. Lo cual, según el propio Banco Mundial defiende en su Informe de 2012, puede ser un verdadero peligro para el progreso de la humanidad.
La discriminación de género en los espacios de poder no se limita, claro, a la baja participación femenina en los ministerios de Economía o en los directorios de las grandes empresas nacionales o multinacionales. La persistencia de la desigualdad de género se pone en evidencia en algunas instituciones que, a diferencia del Banco Mundial, suelen defender los principios y prácticas progresistas y democráticas. Me refiero a las universidades públicas latinoamericanas y a las personas que ejercen su gobierno.
Reconozco que suele ser más fácil y tranquilizador criticar el Banco Mundial que a las universidades públicas. Sin embargo, analizar la relación entre la discriminación de género y el gobierno universitario puede ser relevante, al menos, por dos motivos.
En primer lugar, porque el aumento en la participación de las mujeres en la enseñanza superior latinoamericana ha sido impresionante a lo largo de las últimas tres décadas. Muchas de las universidades de la región tienen más mujeres que hombres entre sus estudiantes y muchas carreras antes masculinas se han feminizado velozmente. En segundo lugar, porque las universidades han sido uno de los espacios más activos en la producción del discurso feminista y progresista comprometido con la lucha por la igualdad de género y la justicia social. Ya que las universidades latinoamericanas tienden a ser más femeninas que masculinas y constituyen la fuente inspiradora de la lucha contra la discriminación sexual, sería de esperar que su desempeño en materia de igualdad fuera mejor que el que ostenta el Banco Mundial.
Y lo es. Pero poco, muy poco.
Un relevamiento que hemos realizado en las 200 universidades más importantes de América latina y el Caribe pone en evidencia que sólo 16 por ciento de ellas posee mujeres a cargo de sus rectorados. El resto, 84%, son dirigidas por hombres. Nada mal si se lo compara con las universidades europeas, donde las mujeres constituyen el 59% del estudiantado y sólo 9 está gobernado por ellas y 18 por ciento de los catedráticos son del sexo femenino.
De las veinte universidades más destacadas de América latina, sólo una tiene como rectora una mujer. Naturalmente, los rankings sobre calidad de las universidades nunca consideran la igualdad de género como un elemento positivo a ser ponderado. Al menos un dato es alentador: las mujeres han superado a los obispos en la dirección de las principales universidades latinoamericanas.
No deja de ser curioso que las instituciones de educación superior tengan una aguda capacidad para juzgar a la sociedad y muy poca para juzgarse a sí mismas.
En efecto, la discriminación de género opera, como lo demuestran numerosas investigaciones académicas, porque encuentra su anclaje en una cultura institucional y en una serie de factores que se ocultan por detrás de argumentos técnicos o supuestamente objetivos para justificar o naturalizar las ventajas de los hombres sobre las mujeres. Antes, las evidencias utilizadas para explicar por qué ellos solían tener el privilegio del mando y ellas la obligación de la obediencia se centraban básicamente en la débil capacidad cognitiva y emocional de las mujeres y en el temple, el coraje y la inteligencia varoniles. Las cosas han cambiado y en las universidades casi nadie cree en semejantes tonterías. Sin embargo, si esto es así, no deja de llamar la atención que tanto el acceso a cargos como la distribución de beneficios y ventajas académicas se establezcan entre hombres y mujeres como si ambos fueran iguales y sus trayectorias de vida no enfrentasen ciertas especificidades como, por ejemplo, la maternidad. ¿Cómo es posible que se compare con los mismos parámetros cuantitativos la productividad académica de dos personas de 40 años, si una de ellas ha sido madre una, dos o tres veces y la otra no? La producción académica profesional comienza, de manera general, a los 25 años, momento en el que también, para muchas mujeres, se inicia el período de la maternidad. Si el ingreso a la carrera docente se produce a los 35, es obvio que las mujeres que han sido madres corren con cierta desventaja. Los hijos, claro, ofrecen muchas alegrías, pero no cuentan puntos en los sistemas de evaluación académica que se utilizan para determinar quién manda y quién obedece, quién gobierna y quién acata en nuestras universidades. También, cuánto ganan unas y otros. En la medida en que los salarios docentes se componen cada vez más de premios e incentivos a la productividad académica, las desigualdades de ingreso entre hombres y mujeres en el campo universitario no tenderá a disminuir sino probablemente a aumentar.
Tampoco debe llamar la atención que las mujeres llegan muy poco a los rectorados, pero lo hacen mucho más que los hombres a las secretarías académicas. El dato podría ser interpretado como un avance en la lucha por la igualdad de género o, menos efusivamente, como una redefinición de la división sexual del trabajo en el gobierno universitario: los hombres se ocupan de las tareas relevantes y las mujeres de cuidar a los hijos, en este caso, la población estudiantil.
Las universidades, ese espacio que tanto nos ha ayudado a pensar que en la división social del trabajo se tejen las raíces de la discriminación y la exclusión, parecen no ser capaces de observar que la distribución sexual de responsabilidades académicas no tiene nada de natural ni, mucho menos, es producto del mérito o de la capacidad de unos sobre otras.
Que más mujeres estén al mando de nuestras universidades no garantiza que la calidad académica de éstas vaya a mejorar. Tampoco que la productividad del trabajo de docentes y alumnos aumentará, como sugiere el Banco Mundial cuando pretende encontrarle razones a la igualdad de género. Se trata de una cuestión de derechos. Y cuando los derechos se respetan, mejora la calidad democrática de nuestras instituciones académicas y, por añadidura, de nuestras sociedades.
“Nuestro cuerpo nos pertenece”, continúa siendo una de las banderas del movimiento feminista. Hombres y mujeres debemos luchar para que ampliemos esa expresión de libertad a todas las instituciones fundamentales para el gobierno de la sociedad. Que las universidades pertenezcan también a las mujeres debería ser el horizonte de cada uno de los que trabajamos en el campo académico, haciendo que las declaraciones por la igualdad de género dejen de ser una inocultable hipocresía.
El Servicio Diplomático es uno de los ámbitos más sexistas dentro de la administración pública de cualquier país del mundo. Las tradiciones corporativas y el espíritu aristocrático se combinan haciendo de éste uno de los espacios menos permeables a la igualdad de género dentro de los Estados democráticos.
En Argentina, como en muchos otros sitios, el ingreso a la carrera diplomática se realiza mediante un complejo proceso selectivo. Desde los años ’60, esta tarea es ejecutada por el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN), dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. Además de la selección de los nuevos diplomáticos, el ISEN tiene por función capacitarlos de manera permanente. El competitivo proceso de selección se lleva a cabo mediante un conjunto de pruebas de conocimiento en diversos campos académicos: Derecho Constitucional e Internacional Público, Historia Política y Económica Argentina, Historia de las Relaciones Políticas y Económicas Internacionales, Economía y Comercio Internacional, Teoría Política, Cultura General y temas de actualidad económica internacional. Además, se realizan pruebas de aptitud diplomática y exámenes psicológicos, entre otros.
Desde la creación del ISEN, hasta casi mediados de los ’90, sólo un 15% de las 50 vacantes disponibles para el acceso a la carrera diplomática eran ocupadas por mujeres. La “cuota”, aunque no tenía carácter oficial, funcionaba de manera efectiva. Las pruebas no eran superadas por más de cinco o seis mujeres en cada proceso selectivo. Sin embargo, hace casi 20 años, los exámenes de ingreso al Servicio Exterior Argentino dejaron de ser nominales y pasaron a ser anónimos. Desde entonces, el acceso a la carrera diplomática se produce de forma casi equilibrada entre hombres y mujeres. De los 50 seleccionados en 2010, 23 postulantes eran de sexo femenino, mientras que en el 2011, 24.
Es evidente que el motivo que explica que antes del anonimato sólo 15% de las vacantes fueran cubiertas por mujeres no tenía nada que ver con la capacidad académica de las aspirantes ni, mucho menos, con la “vocación” diferenciada entre hombres y mujeres para el ejercicio de la función diplomática. La selección nominal operaba como un eficiente mecanismo de discriminación en uno de los primeros países latinoamericanos en que las mujeres consiguieron transponer las puertas de las universidades.
Entraban menos mujeres al servicio diplomático porque los encargados de corregir las pruebas sabían que eran eso: mujeres. Imagino que algunas razones de peso deberían tener para considerar que las candidatas de sexo femenino no tendrían las condiciones suficientes para ejercer el cargo al que aspiraban. Cuando dejaron de saberlo, algunos aristócratas de la diplomacia nacional quizá descubrieron que no es la inteligencia lo que separa a los hombres de las mujeres en las sociedades democráticas.
Siendo así, una vez superada la barrera de entrada, ¿se supone que, en los últimos 20 años, el servicio diplomático argentino ha vivido una primavera democrática en lo que respecta a la igualdad de género? No tanto. Al asumir Cristina Fernández de Kirchner, apenas 5% de los embajadores a cargo de representaciones en el exterior eran mujeres. Algo más que las que había a comienzos del siglo XX, es verdad, aunque bastante poco si se consideran los avances que, en materia democrática, experimentó la sociedad argentina en los últimos 100 años. De hecho, desde inicios del siglo XIX hasta la actualidad, sólo una mujer ha ejercido el cargo de ministra de Relaciones Exteriores de la Argentina. Y lo ha hecho por menos de dos meses. Se trató de Susana Ruiz Cerrutti, quien asumió el cargo mientras concluía el gobierno de Raúl Alfonsín en medio de una gravísima crisis institucional. Actualmente, de las 30 embajadas más importantes de la Argentina, sólo dos son ocupadas por mujeres: la de México y la de Gran Bretaña. Ninguna de ellas fue alumna del ISEN. Tampoco ninguno de los más de 70 embajadores que tuvo la Argentina en su principal representación diplomática, la de Estados Unidos, ha sido mujer.
Las desigualdades siempre buscan hacia delante su vía de escape. Es allí donde se instalan, para permanecer.
Las dificultades para que una mujer llegue a ocupar el cargo de embajadora por las vías corrientes de la promoción en la carrera diplomática son enormes en la Argentina, como en casi todo el mundo. Superado el escollo del proceso selectivo, las mujeres del servicio diplomático argentino deben abrirse camino con un monumental esfuerzo en un universo sexista y discriminador. Algunas llegan, claro está. Y lo hacen gracias a su sacrificio y a su extraordinaria capacidad de trabajo. Muchas, con iguales méritos, sin embargo, van quedando por el camino, en un país en el que parece ser más fácil que una mujer llegue a la Presidencia de la República que a la Cancillería.
Las mujeres argentinas han conseguido superar muchas de las barreras que les impedían ejercer los principales puestos de comando y de dirección dentro de la sociedad. Lo han hecho, entre otras razones, gracias a la democratización del sistema educativo. Falta, sin embargo, un largo camino por recorrer.
Las desigualdades de género persisten. La lucha por superarlas, también.
Parece indudable que existe una relación muy estrecha entre las oportunidades que una persona tiene en el sistema escolar y las que le ofrecerá el mercado de trabajo. A mayor nivel educativo, mejores niveles de empleo y mejores salarios. Las ventajas en materia de ingresos y la calidad de los empleos dependen en buena medida del nivel educativo alcanzado por una persona. Una afirmación que tiene plena validez en tiempos de prosperidad y que se pone en evidencia en el contexto de una profunda crisis económica como la que vive buena parte del mundo actualmente. Los más “preparados” para evitar los riesgos del desempleo y la precarización laboral son los que tienen más altos niveles educativos y han sido educados en las mejores escuelas.
La relación quizás sea obvia. Sin embargo, los vínculos entre educación, empleo y bienestar son bastante más complejos que los que enuncian buena parte de los analistas del mercado de trabajo.
De hecho, las mujeres fueron el sector de la población que más ha mejorado posiciones dentro del sistema escolar. El aumento en las tasas de escolarización femeninas ha sido extraordinario durante los últimos treinta años, particularmente en países como Brasil, hoy la sexta economía del planeta.
Si la relación entre educación y empleo fuera todo lo efectiva que se afirma que es, las oportunidades laborales de las mujeres deberían haber aumentado de forma directamente proporcional a sus logros educativos. Pero no fue así. El mercado de trabajo es un ámbito mucho más refractario a la igualdad de género que el sistema educativo. Al mundo laboral parece costarle trabajo la idea de que hombres y mujeres deben tener los mismos derechos, las mismas oportunidades y el mismo trato.
Aunque las mujeres tienen hoy niveles educativos iguales o superiores a los de los hombres, sus empleos siguen siendo los más precarios; su acceso a los puestos de comando y dirección sigue siendo muy limitado o absolutamente escaso; sus salarios, mucho o muchísimo más bajos que los de los hombres, inclusive cuando ejercen los mismos puestos y poseen los mismos niveles de escolaridad.
En varios países latinoamericanos, a mayor escolaridad, mayor la diferencia salarial entre hombres y mujeres. Las mujeres con bajos niveles educativos reciben cerca del 70% de la remuneración de los hombres que poseen su misma trayectoria escolar. Sin embargo, cuando se trata de mujeres con más de 12 años de escolaridad, sus remuneraciones suelen corresponder a menos del 60% que las percibidas por los hombres con la misma formación.
Parecería ser que a las mujeres les va mucho mejor en la escuela que en el mercado de trabajo. Cuanto más estudian, el mercado despliega su misoginia con sorprendente eficacia y las recompensa con más desigualdad respecto de los hombres, no con menos.
En Brasil, el número de jóvenes entre 18 y 24 años cursando estudios universitarios pasó del 22 al 48% en 10 años. Los principales beneficiarios de este crecimiento fueron los sectores tradicionalmente excluidos de las universidades, como las clases medias emergentes y, dentro de ellas, las mujeres.
Sin embargo, cuando se comparan los ingresos y las oportunidades de empleo entre un hombre y una mujer blancos, ambos con una edad entre 20 y 24 años, que viven en un centro urbano y que poseen sólo estudios primarios completos, el hombre tiene un ingreso promedio de U$S 203 y una probabilidad de 76% de estar empleado. La mujer, un ingreso de U$S 124 y 41% de chances de estar empleada. En Brasil, las diferencias salariales llegan a 40% a favor de los hombres y las oportunidades de empleo caen drásticamente cuando las candidatas son mujeres.
Nota: U$S 1,00 = R$ 1,83. Elaboración propia sobre información disponible en la base de datos del Espelho de Educaçao e Renda - Retornos da Educaçao no Mercado de Trabalho, Fundaçao Getúlio Vargas. Sobre microdatos del Censo 2000 / IBGE.
Los datos son elocuentes y reafirman que a mayor nivel educativo mejores salarios. Sin embargo, también ponen en evidencia algunos de los factores que operan en los procesos de discriminación y segregación en el mercado de trabajo que la propia educación no consigue superar o limitar. En efecto, cuando se compara transversalmente en una misma categoría los retornos económicos obtenidos por la educación (por ejemplo, en los hombres blancos), los avances son progresivos. Mientras tanto, cuando la comparación se realiza entre categorías, las desigualdades son notables. En Brasil, un hombre blanco de 20 a 24 años con escolaridad primaria completa tiene un ingreso superior al de una mujer negra con nivel universitario incompleto (U$S 203 y U$S 174, respectivamente). Nótese que, en el cuadro presentado, la diferencia salarial entre un hombre blanco con estudios secundarios completos y una mujer negra con curso universitario de pedagogía completo es sólo de 16% a favor de la mujer (U$S 274 en el hombre, U$S 317 en la mujer). O sea, una mujer negra que ha superado todas las barreras de la discriminación, abriéndose paso con un enorme esfuerzo hasta concluir sus estudios universitarios, ganará en promedio U$S 43 más que un hombre blanco que ha concluido sus estudios secundarios. Esto, claro, si la mujer negra consigue un empleo, ya que sus chances de estar empleada serán menores que las de un hombre blanco con estudios secundarios. Ocho de cada diez hombres blancos con estudios secundarios completos están empleados, mientras que siete de cada diez pedagogas negras lo están.
La educación parece ser una buena inversión si las mujeres negras se comparan consigo mismas en situaciones de menor escolaridad. Cuando ellas lo hacen con el desempeño que tienen los hombres blancos en el mercado de trabajo, el resultado puede ser un poco desalentador.
Dicho en otros términos, es verdad que para obtener mejores ingresos en el mercado de trabajo hay que tener más educación. Sin embargo, si se ha nacido hombre y de piel blanca, el beneficio económico de la educación es mucho mayor que cuando se ha nacido mujer y negra. De manera general, los hombres blancos ganan el doble que las mujeres negras con los mismos niveles educativos y un poco menos que el doble que las mujeres blancas. Aunque las mujeres y la población negra mejoraron significativamente sus posiciones dentro del sistema escolar, los mercados de trabajo se han mantenido tan sexistas y racistas como lo eran hace algunas décadas atrás.
Por más que las personas mejoren sus posiciones en el sistema educativo, lo que definirá sus salarios no será sólo su nivel de conocimientos ni el tipo de escuela en la que han estudiado, sino, fundamentalmente, el color de su piel y su género. En otras palabras, más allá de su escolarización, cuando las personas llegan al mercado de trabajo serán clasificadas en virtud de criterios sexistas, racistas y discriminadores que limitarán de manera clara sus méritos educativos.
La escuela, aun con todos sus problemas, sigue siendo un lugar bastante más hospitalario que el mercado de trabajo.
Las notas del presente Cuaderno han sido publicadas en diversas entradas del blog Contrapuntos firmado por el autor en el periódico español El País: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/
Cómo citar este documento: Gentili, Pablo. “La persistencia de las desigualdades de género” en Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano Nº 52. CLACSO, abril de 2012. Publicado en La Jornada de México, Página/12 de Argentina y Le Monde Diplomatique de Bolivia, Chile y España.
Doctor en Educación. Profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ).
Secretario Ejecutivo Adjunto de CLACSO y Director de FLACSO / Brasil.
Los Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano constituyen una iniciativa del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) para la divulgación de algunos de los principales autores del pensamiento social crítico de América Latina y el Caribe: Ruy Mauro Marini (Brasil); Agustín Cueva (Ecuador); Álvaro García Linera (Bolivia); Celso Furtado (Brasil); Aldo Ferrer (Argentina); José Carlos Mariátegui (Perú); Pablo González Casanova (México); Suzy Castor (Haití); Marilena Chauí (Brasil); Florestan Fernandes (Brasil); Orlando Fals Borda (Colombia); Edelberto Torres Rivas (Guatemala); Luis Tapia (Bolivia); Boaventura de Sousa Santos (Portugal), René Zavaleta Mercado (Bolivia); Enzo Faletto (Chile); Carmen Miró (Panamá); Emir Sader (Brasil); Raul Prada Alcoreza (Bolivia); Márgara Millán (México); Pedro Páez Pérez (Ecuador); entre otros.
Los Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano se publican en La Jornada de México, en los Le Monde Diplomatique de Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España y Venezuela y en Página/12 de Argentina.
Coordinación Editorial: Emir Sader
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