ESPECIALES › CUADERNOS DEL PENSAMIENTO CRíTICO LATINOAMERICANO
› Por Pablo Stefanoni
En los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, se expandió por el mundo una sensación que el alemán Oswald Spengler sintetizó en su libro más conocido: La decadencia de Occidente. Además de su título, la atracción de esta obra residía en que allí Spengler sostenía que los ciclos culturales nacen, crecen, envejecen y mueren, y además defendía el carácter histórico-relativo del conocimiento: una suerte de “provincialización de Europa” avant la lettre. En la segunda mitad de los años veinte, más precisamente en 1926, el historiador y jurista argentino Ernesto Quesada visitó La Paz, donde dictó una muy difundida conferencia sobre “la sociología relativista spengleriana”, a la que había dedicado varios años de su vida, en la que participó el propio presidente boliviano de entonces, Hernando Siles. Las influencias irracionalistas, vitalistas y místicas marcaron, como sabemos, esa década. Por eso no es sorprendente que, en 1929, el conde Hermann Keyserling viajara a Bolivia y al observar las magníficas ruinas de Tiwanaku sintiera que pisaba un universo habitado por hombres propiamente “mineraloides”, alimentando a las corrientes teluristas ya con un desarrollo en la literatura y la cultura boliviana de entonces. Es más, Quesada (atraído por estos temas en su vejez) discutía con Spengler quiénes constituirían el relevo de Occidente, y defendía que vendría de los indígenas de América y no de los eslavos. La cuestión parecía resumirse en quiénes tenían un alma menos contaminada por la cultura occidental.
Esos eran los locos e intensos años veinte, pero en el comienzo del siglo XXI el malestar en la globalización, junto a la crisis de los viejos proyectos emancipatorios, potenció el desarrollo de nuevas búsquedas, en las que la llamada emergencia indígena de los últimos años ocupa un lugar central, en algún sentido con la misma expectativa en que el pasado ancestral podrá darnos algunas claves para enfrentar un futuro incierto, con amenazas de diversos tipos de crisis: económica, financiera, ecológica..., ¿civilizatoria? Es en este contexto en el que el llamado “vivir bien” (suma qamaña) o “buen vivir” (sumak kawsay) encuentra un caldo de cultivo para su difusión mucho más allá de las fronteras donde surgió como discurso alternativo –especialmente Ecuador y Bolivia– con la Contracumbre del clima de Tiquipaya como uno de los espacios donde se puso en juego un discurso impugnador de la propia mundialización capitalista y sus modelos de producción y consumo 1.
Sin duda, sobran razones para el mencionado malestar en un mundo crecientemente injusto, consumista, plagado de desigualdades e iniquidades. Frente a los excesos del productivismo desenfrenado y las apuestas tecnologicistas de la economía verde se impondría la construcción de otras relaciones con la naturaleza (y entre los propios seres humanos), desmercantilizando los vínculos y separando el bienestar de la acumulación de riquezas. No obstante, esa voluntad sin duda elogiable de buscar alternativas no disuelve la necesidad de poner en cuestión las inconsistencias, puntos ciegos, excesos retóricos y contradicciones del “vivir bien”, más bien, la posibilidad de enfrentar con seriedad y solidez al capitalismo actual hace indispensables estos debates. Y esa perspectiva está detrás de este artículo, que se apoya en la convicción de que una crítica sustentada y matizada es mucho más provechosa que la repetición ad infinitum –y acrítica– de los principales tópicos del “vivir bien”; discurso –hay que decirlo– que se sustenta más en la necesidad de creer que hay vida más allá de esta (pos)modernidad insatisfactoria que de la propia consistencia de las propuestas alternativas.
En una reunión cerrada en la ciudad de La Paz con importantes dirigentes del actual gobierno boliviano, en 2010, la pregunta disparadora del debate fue: “¿qué es el ‘vivir bien’?”. Como resulta claro, el hecho de que nadie pueda estar en contra del sentido literal del término conspira contra los plus de sentido que se le quiere incorporar –muchas veces hablando por los propios subalternos–. Es evidente que nadie podría estar en contra de “vivir bien”, pero la cuestión se complejiza, sin duda, cuando este “vivir bien” –que sería no desarrollista, no consumista e incluso no moderno/occidental– es contrapuesto al “vivir mejor”, que implicaría, capitalismo mediante, que otros vivan peor.
En el citado encuentro surgieron varias –y sorprendentes– respuestas de los funcionarios allí presentes. Un importante parlamentario indicó que “vivir bien” es Estado de Bienestar de tipo europeo tout court. Un funcionario de la vicepresidencia –con antigua militancia marxista– sostuvo que se trata de un proyecto “anticapitalista”. Desde otra perspectiva, un alto funcionario indígena argumentó que el vivir bien es la construcción de una ética del trabajo y de la independencia personal (puso como ejemplo a las comerciantes aymaras que, esfuerzo mediante, lograron una buena situación económica y ahora bailan en la fiesta del Gran Poder con seguridad privada que las cuida de posibles robos, dado el valor de sus joyas). Finalmente, una militante del Movimiento al Socialismo (MAS) de la ciudad de El Alto opinó que “vivir bien” incluye el acceso a la salud, a la educación y otros servicios, pero que también debería incluir alguna medida de la felicidad.
Como puede observarse, el abanico de imaginarios detrás del elusivo “vivir bien” es bastante amplio y en general no está puesto en debate. La ambigüedad intrínseca a un “concepto en construcción” es rellenada con ideas diversas y a menudo excesivas dosis de wishful thinking. El problema es aún más complejo porque sus promotores no convocan, como ciertos grupos religiosos, a un éxodo personal de la modernidad; por el contrario, el suma qamaña se postula como un conjunto de ideas destinadas a una transformación sistémica señalada a participar en las luchas contrahegemónicas e incluso a ofrecerse como alternativa al capitalismo allí donde no hay indígenas. Aun en el mundo desarrollado. Pero esquiva por completo que los actuales desafíos a Occidente surgen de países –China, India, Brasil– sostenidos en un desarrollismo feroz, con elites en la frontera educativa mundial y sin cuestionar precisamente ciertas ideas fuerza de la modernidad.
El problema básico del “vivir bien” es que sus difusores no han logrado –ni se han esforzado por– vincular un programa que supuestamente surge de las cosmovisiones indígenas con las experiencias vitales de los indígenas y de las comunidades realmente existentes. En segundo lugar, estas propuestas aparecen desvinculadas del debate macro y microeconómico y de la elaboración de propuestas transicionales relacionadas con el “otro mundo posible”. Problemas como el trabajo, la innovación, la tecnología, el mercado y muchas otras temáticas con las que el socialismo real se estrelló (Nove, 1987) –dejando en evidencia que su abordaje resulta imprescindible en un proyecto poscapitalista– están completamente diluidas en una retórica cuasi mística en algunos casos o simplemente utópica/altercivilizatoria en otros, con un riesgo a la vista: en el caso boliviano, el proceso de cambio choca a diario con viejos problemas como la debilidad del Estado y una institucionalidad endeble, un acceso a la salud por debajo de niveles mínimos de bienestar, una educación que reproduce las desigualdades de origen y un largo etcétera. Frente a todo esto, la receta (casi mágica) es el Estado Plurinacional.
Menos aún, la propuesta del “buen vivir” se articula con la discusión sobre la especialización económica por la que debería optar Bolivia, el modelo productivo, si el tipo de cambio debe ser alto o bajo y otras cuestiones de una esfera en la cual a falta de planteos alternativos se imponen naturalmente los “técnicos”, que han manejado con prolijidad la macroeconomía en la era Evo, pero dentro de unos márgenes bastante conservadores (lo cual no es en sí mismo cuestionable, dados los descalabros anteriores de las izquierdas en el poder –especialmente en los años ochenta–, pero es un llamado a reducir las expectativas refundacionales). Resulta obvio que entre la ritualización del trabajo agrario –y los mecanismos de reciprocidad en las comunidades– que suele ponerse como ejemplo de prácticas otras y la construcción de una alternativa poscapitalista (e incluso posneoliberal) mínimamente articulada hay un larguísimo trecho que sólo se puede rellenar tratando de generalizar algunas experiencias ya existentes, no mediante simples propuestas “holistas” ideales –como la armonía, la reciprocidad y la vida–; sin sustento económico ni sociológico, ni una explicación convincente sobre cómo aplicar estos modelos a las ciudades. En el mejor de los casos existen interpretaciones bastante discutibles sobre las formas de reciprocidad y uso del espacio en las grandes ferias, como la 16 de Julio en la ciudad de El Alto, pero esos análisis no son comprensivos del modelo industrial alteño, basado en el trabajo familiar pero también en la superexplotación del trabajo.
Pero además, al no abordar con seriedad los problemas económicos “duros”, las críticas al capitalismo y los análisis catastrofistas de los partidarios del “vivir bien” son sede de una peligrosa candidez política e intelectual que los vuelve fácilmente rebatibles, tanto por los neoliberales como por los neodesarrollistas. En verdad, el “vivir bien” no se propone reemplazar al capitalismo, su propuesta –como está en la nueva Constitución– es el modelo de pluralismo económico, sin que se sepa cómo se articularán economía comunitaria con economía estatal y economía privada, a no ser por la imagen del tren que usó el vicepresidente García Linera, donde la economía comunitaria era el último vagón (la estatal era el primero). Por otro lado, como no se incluye en la propuesta renunciar a los bienes de consumo tecnológicamente sofisticados, bienes que no es posible construir en el marco de economías comunitarias, estas últimas dependerían indefectiblemente de los productos fabricados en la esfera capitalista. Pero no hace falta ir tan lejos: bastaría pensar simplemente en los alimentos procesados, que pesan crecientemente en el consumo alimentario de los campesinos y que son producidos por la economía de mercado. En general, los partidarios del “vivir bien” responden a cualquier pedido de precisión que “hay que aplicar la Constitución”. Pero sin ideas intermedias, capaces de pensar procesos de transición y desmercantilización de espacios crecientes de la vida social, se termina cayendo en una suerte de fetichismo constitucional, en el que la letra de la Carta Magna podría imponerse sobre el país realmente existente.
Un tema adicional es la dificultad para establecer fronteras entre indígenas y no indígenas. Ya desde la Colonia, las categorías étnicas fueron un objeto resbaladizo. Y en muchos casos, la idea de continuidad de los grupos étnicos precolombinos enfrenta una serie de escollos significativos, en parte debido a los traslados poblacionales por parte de los incas (mitimaes) y las posteriores políticas étnicas de la Colonia, destinadas a debilitar el poder residual de los descendientes de los incas, reconocidos, no obstante, como nobles por la Corona española. Otros procesos, como la aymarización de los urus, dan cuenta de las tensiones interétnicas precoloniales. Pero, a su vez, están las fronteras móviles de la indianidad, que en gran medida se expresaban en los censos. La indianidad conllevaba en la Colonia una condición fiscal (pago del tributo indígena) y jurídica (la masa de indios fue considerada “miserable”, pero los nobles incas fueron reconocidos como tales). Luego pasará a ser una condición biológica durante el auge del darwinismo social, una condición de clase en los años cincuenta del siglo XX (indígena=campesino) y, ya en la década del noventa, una pertenencia étnico-cultural mediante la autoindentificación, como queda materializado en el censo de 2001.
También la categoría de mestizo sufrió mutaciones y, si hoy es símbolo de criollo, en el siglo XIX era casi sinónimo de artesano urbano (carpintero, pollerero, herrero, sombrerero, etc.). Hubo ciertos momentos en que blancos y mestizos se censaban juntos y otros (a finales del siglo XIX) en que se diferenciaron, al parecer, debido a que el gobierno popular de Manuel Isidoro Belzu implicó un distanciamiento de la plebe, la “chusma” y los cholos de los aristócratas, en medio de acciones a menudo violentas por parte de los grupos populares urbanos contra las elites.
Pero no solamente cambian los criterios de definición de las categorías étnicas, también cambian las sociedades. Y Bolivia pasó a ser, en el siglo XXI, un país con la mayoría de la población ubicada en las ciudades y pueblos de más de 2 mil habitantes, en el marco de un proceso de desruralización y de migraciones que en ciertas zonas se asimilan a una diáspora, con algunos elementos que, al menos en una primera mirada, pueden resultar sorprendentes. El propio Evo Morales es una buena expresión de esta indianidad contemporánea: desde la adolescencia ya no vive en una comunidad, no usa las lenguas indígenas salvo en contadas ocasiones, adquirió una identidad de sindicalista... y es soltero, lo que le impediría asumir un cargo comunitario tradicional, que es asumido por el matrimonio. Por ello no es sorprendente que, en este escenario, las claves interpretativas del momento actual se vinculen íntimamente con las lecturas de los procesos migratorios y de los espacios urbanos poscomunitarios, donde lo comunitario rural es reactualizado y resignificado, en el marco de nuevas heterogeneidades internas, mecanismos de diferenciación, construcción de prestigio, etc. Así, ¿qué significa ser aymara (una identidad ligada a la ruralidad y la tradición) en un espacio, la ciudad, que sugiere nociones como modernidad y desarrollo?
Albó, Greaves y Sandóval encaran este problema en los primeros años ochenta, enfatizando las continuidades rurales-urbanas. Así, se refieren a lo cholo como una “variante cultural aymara”, es decir, las prácticas culturales no son un mero residuo de lo “aymara rural” sino un efectivo “fondo cultural”. Es más, consideran a la autoidentificación de muchos aymaras urbanos como mestizos como una nueva identidad ficticia. Existiría, así, una identidad oculta que corresponde al investigador develar, prescindiendo incluso de las propias autoadscripciones de los sujetos.
En efecto, Albó et al. sostienen que los aymaras urbanos cabalgan entre dos mundos y reconocen que hay resistencia de los campesinos a considerar como “hermanos” y como jaqi (persona aymara) a los migrantes urbanos y que estos últimos buscan construir marcas que los distingan de los campesinos (vestimenta, aretes, nuevos estilos de bailes y de música). Y –aún más importante–: las fiestas habrían dejado de tener el mismo contenido que en el campo. Lejos de marcar la igualdad, la colectividad, etc., se establecerían el estatus y el prestigio de la misma manera en que el dinero se convierte en el “homenajeado” de las challas. Paradójicamente, cuando Bolivia se vuelve un país crecientemente urbano desde el punto de vista demográfico, accede al poder un partido campesino, en una experiencia única en el continente.
Desde su llegada el poder, resultó claro que Evo Morales no ganó ninguna elección con propuestas de “vivir bien”, al menos con el mencionado plus de sentido que le atribuyen sus defensores. Por eso no fue casual que, por ejemplo, en el cierre de campaña de 2009, en la ciudad de El Alto, el líder cocalero sólo hablara de la obra pública y de políticas de desarrollo, ante la decepción de muchos de los extranjeros que escuchaban el largo discurso lleno de promesas concretas y de cifras. Más recientemente, en una entrevista radial en el programa de la periodista Amalia Pando, el gobernador de La Paz saliente –Pablo Ramos– respondía que la principal demanda de los campesinos es la electrificación rural –además de la construcción de caminos–, a la que el gobierno de Morales ha destinado importantes partidas presupuestarias.
El problema es que la realidad de Bolivia –y de los indígenas– es analizada a menudo con visiones exotistas. Eso queda bastante claro en el documental ¿Por qué quebró McDonald’s?, en el cual se da la imagen de que los bolivianos comen alimentos sanos, limpios y nutritivos, en contraposición a la “comida chatarra” de la cadena estadounidense, lo cual explicaría su salida del país a principio de los años 2000. En esa línea, se silencia por completo, por ejemplo, la expansión del fast food en urbes populares como El Alto, con restaurantes con nombres del estilo de Andrews Chicken. Según datos de su secretario general, la Asociación de Trabajadores en Comida Rápida de El Alto agrupa a unos 300 propietarios de pequeños restaurantes, mayormente de pollo broaster (página 7, 25/2/2012.).
En muchas de estas construcciones de la “Bolivia indígena” hay una visión excesivamente ruralizada del país, cuando alrededor del 60 por ciento de los bolivianos viven en zonas urbanas, y los indígenas “puros” están articulados en el mercado local y global (como queda en evidencia con la expansión del narcotráfico y el contrabando de autos japoneses usados a través de Chile, que ha incluido el asesinato de varios policías). Menos aún se incorpora a los análisis “pachamámicos” la importante conversión al protestantismo entre los sectores indígenas, lo que contribuye a recomposiciones modernizantes de las comunidades y transformaciones en las cosmovisiones indígena/originarias. Presencia cristiana, hay que recalcar, que es también importante en el interior del bloque indígena/popular oficialista, como se pudo ver entre los convencionales del MAS en la Asamblea Constituyente que junto a la derecha se opusieron a legalizar el aborto y a incorporar al texto constitucional otros derechos reproductivos.
Luego está el problema de la estructura productiva. Si bien en Bolivia el Estado es tradicionalmente débil, la economía privada es más débil aún, por lo que las lógicas rentistas operan como una ley de hierro de la política, como puede observarse en los primeros meses de 2012 con la escalada de conflictos diversos: médicos en huelga contra el aumento de su jornada laboral de 6 a 8 horas a pedido de los campesinos; maestros en plan de lucha por aumentos salariales; minas tomadas alternativamente por campesinos y cooperativistas mineros; conflictos entre municipios y departamentos por problemas de límites (incluyendo el acceso a recursos naturales, como pozos gasíferos); discapacitados enfrentándose dantescamente con la policía en demanda de un bono social; pobladores linchando a (supuestos) delincuentes y colocándoles carteles como “soy un ladrón peruano”, entre otros muchos conflictos. Pero, sin duda, el que tuvo mayor divulgación internacional es la resistencia de los indígenas del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis) a la construcción de una carretera cuyo trazado original partía en dos al Tipnis y amenazaba su espacio vital. Además, según los indígenas, el trazado favorecería la expansión de los cocaleros que ya están instalados en el llamado Polígono 7, al sur del parque de 12.000 kilómetros cuadrados.
El conflicto del Tipnis es importante, además, porque canceló la posibilidad de hacer planes neodesarrollistas en el plano de las políticas públicas y mantener discursos “pachamámicos” en seminarios de formación o tribunas internacionales aparentemente sin costo alguno. La cuestión de la carretera obligó a poner sobre la mesa una pluralidad de problemas que son, precisamente, las dificultades para “aterrizar” perspectivas posdesarrollistas a las que nadie se opone (o mejor dicho nadie se oponía antes del conflicto del Tipnis), pero tampoco (casi) nadie defiende a la hora de definir políticas públicas en una reunión de gabinete. En un país donde los “movimientos sociales” ya están en el poder, los tiempos de las alternativas no pueden quedar completamente desfasados de los tiempos de la política. El conflicto del Tipnis mostró varios problemas:
• Las formas a menudo bruscas con las que el gobierno busca imponer sus planes (como ya había ocurrido con el fallido gasolinazo de diciembre de 2010).
• Que es necesario avanzar en creatividad para buscar soluciones a las dificultades que se van presentando: en este caso, cómo compatibilizar la tradicional necesidad de integración física del país con los nuevos derechos de los pueblos indígenas (y de la propia naturaleza si asumimos en serio el “vivir bien”) consagrados en la nueva Carta Magna.
• El hecho de que los imaginarios de consumo de los sectores populares bolivianos –por más que sean indígenas– no son demasiado diferentes a los de otros espacios plebeyo/populares del continente y del mundo.
Pero hay más: en el caso del Tipnis, los más entusiastas impulsores de la ruta no son grupos oligárquicos (aunque algunas elites pueblerinas amazónicas y empresarios apoyan el trazado) sino los campesinos cocaleros, ahora diabolizados por varios de los defensores del “vivir bien” y por el grupo de ex funcionarios hoy críticos que reclama la reconducción del proceso de cambio.
Todo ello dejó en evidencia que hablar de “los indígenas” no da cuenta de ninguna identidad concreta y está más cerca de una identidad global a menudo construida en el mundo de las ONG, los organismos internacionales y otros espacios alejados de la vida popular y subalterna realmente existente. Para comprender los dilemas y dificultades del proceso de cambio boliviano parece imprescindible reponer la noción de “interés”, es decir, analizar las posiciones en juego de acuerdo a lugares de clase, geográficos, regionales, ecológicos, etc., donde los diferentes sectores construyen sus identidades, sus estrategias y sus intereses colectivos. Por ejemplo, la idea –entre los propios aymaras y quechuas– de que los indígenas amazónicos son salvajes o primitivos tiene una larga tradición desde la época de los incas y no es ajena a la forma como cocaleros y otros campesinos analizan hoy el problema de la carretera del Tipnis.
Como efecto adicional, la dinámica de enfrentamientos generada desde la VIII Marcha indígena de tierras bajas –con amplio apoyo de las clases medias urbanas– en contra del proyecto carretero ha llevado al presidente Evo Morales a afirmar que “el ambientalismo es el nuevo colonialismo” (Opinión, 2012), lo que dicho así echa por tierra muchas de sus afirmaciones en las contracumbres climáticas y en otros foros internacionales como Naciones Unidas.
En este marco, la lucha del Tipnis ha tentado al grupo que promueve la “reconducción” del proceso de cambio a buscar allí a los verdaderos sujetos del cambio, lo que sin duda conlleva como riesgo el menosprecio a las mayorías populares –rurales y urbanas– que alteraron las relaciones de fuerza abriendo camino al actual proceso posneoliberal en favor de sujetos ideales que –esta vez sí– podrían propiciar un “verdadero” cambio. Estas concepciones no son ajenas a las perspectivas políticas de las revoluciones eternamente traicionadas, en función de parámetros construidos por fuera de una “sociología” del propio proceso político y social.
En el caso boliviano, desde el comienzo del actual ciclo político existió una confusión entre la radicalidad del cambio de elites y la radicalidad de las nuevas elites, una diferenciación que no es menor, dado que un análisis basado en un mínimo de realismo sociológico muestra un complejo juego en el cual los sectores populares bolivianos (y no sólo populares) apoyan la cara buena del Estado (políticas redistributivas), mientras pueden combatir a muerte –a veces literalmente– su cara “fea”: es decir, el cobro de impuestos, las leyes de importación y otras regulaciones que limiten diversas formas de “capitalismo popular” existentes en el país. Las complicadas combinaciones entre conservadurismo y radicalidad son un sustrato ineludible en el análisis político boliviano.
Es evidente que ello tiene profundas causas históricas, vinculadas con la propia construcción nacional y que no se trata de criminalizar la “informalidad”, pero hoy resulta evidente que no es posible construir proyectos alternativos al capitalismo hegemónico sin partir de esta sociología económica. Sociología económica que explica, a la postre, por qué se impusieron vías diferentes al “vivir bien” más o menos mitificado, a favor del “capitalismo andino”, o por qué los líderes campesinos dieron un “golpe de Estado” que desplazó de su cargo al viceministro de Tierras Alejandro Almaraz, partidario de la dotación comunitaria de los predios. En efecto, desde hace varios años, los aymaras y quechuas vienen oponiéndose a las Tierras Comunitarias de Origen (TCO) y denunciando a sus propietarios, especialmente a los pueblos del oriente demográficamente pequeños, como “terratenientes indígenas”.
La propia idea de “reconducción” promueve un imaginario acerca de una “edad de oro” del actual proceso de cambio que nunca existió. Desde el comienzo, el discurso del “vivir bien” coincidía con expectativas mucho más concretas de “vivir mejor”; incluso en el gobierno se hablaba ya de un gran salto industrial, y un periodista del diario estatal Cambio podía escribir un larguísimo artículo propiciando un salar de Uyuni surcado por enormes centrales nucleares. Todo lo cual devino en el potenciamiento de dos grandes ilusiones: la neodesarrollista –que imagina una expansión industrialista de dudosas posibilidades de materialización– y la comunitarista, basada en sujetos ideales y en un comunitarismo abstracto, pleno de figuras retóricas pero sin capacidad para mejorar las condiciones de vida de los bolivianos. Entre ambos extremos, lo que subsiste es un neoextractivismo con cierta redistribución del ingreso y un Estado mucho más activo que en la etapa neoliberal –sumado al debilitamiento del colonialismo interno mediante el Estado Plurinacional–.
No es poco. De hecho es mucho mejor que lo vivido en cualquier otra etapa de la historia de Bolivia. Pero lo que falta es gigantesco, no sólo para construir “otra civilización”, sino para garantizar que casi la mitad de la población salga de la pobreza. Y en esta tarea, como ha señalado Pedro Portugal Mollinedo, la exotización de los indígenas los aleja –no los acerca– del poder.
* El texto de este Cuaderno es una versión editada del publicado en el séptimo número de la revista Crítica y Emancipación. Buenos Aires, CLACSO, 2012. También disponible en www.biblioteca.clacso.edu.ar.
1 En este artículo sólo consideramos el caso boliviano, en Ecuador el “buen vivir” se articula con otros actores y debates.
Los Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano constituyen una iniciativa del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) para la divulgación de algunos de los principales autores del pensamiento social crítico de América Latina y el Caribe: Ruy Mauro Marini (Brasil); Agustín Cueva (Ecuador); Álvaro García Linera (Bolivia); Celso Furtado (Brasil); Aldo Ferrer (Argentina); José Carlos Mariátegui (Perú); Pablo González Casanova (México); Suzy Castor (Haití); Marilena Chauí (Brasil); Florestan Fernandes (Brasil); Orlando Fals Borda (Colombia); Edelberto Torres Rivas (Guatemala); Luis Tapia (Bolivia); Boaventura de Sousa Santos (Portugal), René Zavaleta Mercado (Bolivia); Enzo Faletto (Chile); Carmen Miró (Panamá); Emir Sader (Brasil); Raul Prada Alcoreza (Bolivia); Márgara Millán (México); Pedro Páez Pérez (Ecuador); Mabel Thwaites Rey (Argentina); Pablo Gentili (Argentina); Raquel Sosa Elizaga (México); Jean Claude Bajeux (Haití); entre otros.
Los Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano se publican en La Jornada de México, en los Le Monde Diplomatique de Bolivia, Chile, España y Venezuela, en Página/12 de Argentina, en el Semanario de la Universidad de Costa Rica y la revista Forum de Brasil.
Coordinación Editorial: Emir Sader
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